¡Ah, los chicos que éramos!
Insertaron en nuestros vírgenes cerebros una ideología, una postura ante la vida y la sociedad.
Las ansias de un juguete eran ridículas para los hombres y mujeres con aspiraciones de convertirse en "nuevos seres humanos".
Desbaratar vínculos sentimentales es válido, si la misión es aliviar al pueblo, a la mayoría. Ante contundente postura, tus pueriles deseos, tus necesidades y sueños, no son más que un sinsentido, una necesidad errónea, creada, provocada. Una debilidad que debe transformarse en fortaleza, así decían los aspirantes a "nuevos".
No somos parte de una cultura, somos multiculturales; pero no por una apertura mental, no me malinterpreten, sino por la necesidad de recorrer países y compartir casas ajenas de pueblos extraños. Fue una extendida huida, una especie de búsqueda de atajos hacia la utopía. Y los que se quedaron en dos o tres casas, que perdieron contacto físico o sentimental con algunos de sus progenitores; bueno, ellos también quedaron vacíos de alguna manera.
Nuestras lecturas estaban alineadas. Todo era parte del plan: música, escritos, pláticas. Nuestros entornos tenían que ser interpretados bajo la sombrilla de la ideología, otra más de las diferencias humanas, después del género.
¿Somos iguales?
¿Realmente somos iguales? La misma naturaleza cambia; eso sí, a paso lento en comparación a nuestras ansias de poder.
El ocaso de la niñez llegó y todo cambió. Unos adoptaron las enseñanzas, otros las repudiaron en silencio.
¿Creyeron que sería universal su sentimiento e ideología, "seres humanos nuevos"?
¿En realidad lo creyeron?
Entonces, entre masturbaciones adolescentes, hormonas desordenadas y líbidos insaciables, entre maestros, padres, amigos, enemigos, familias quebradas en alguna base; en medio del valle de rebaños, las mentes comenzaron a comprender que no somos especiales, ni únicos, que solo somos una masa en constante cambio. Unos duermen ante la realidad, otros la interpretan y quizás muchos, ni siquiera, tengan o puedan alcanzar a analizar la situación.
Con los años nos convertimos en hombres y mujeres, con todo lo que eso acarrea.
Entonces veo sus ojos entre lentes y arrugas del tiempo, sus palabras presentes con sabores del pasado, explicaciones y excusas de alguien con miras a cambiar el entorno, aunque sea de unas decenas de apasionados ideológicos.
Llegó la tan esperada tarde para cruzar miradas. Mi ojos ebrios provocaron un sinfín de interpretaciones, pero soy más que ojos caídos, hábitos, carne y deseos. Soy la antítesis. Soy el provocador. Por fin tengo frente a mí a una representante del pasado, una agente del orden común, una especie de agitadora, una mujer que me gana en años, solo en eso.
Y hablamos lo necesario.
"Somos los abortos de una revolución que no fue".
No todos, dirá alguien.
"Muy bien, gracias por la opinión. No me interesa. Yo soy una de tantas evidencias, solo que suelo hacerme el desentendido para no herir susceptibilidades, nada más".
Sin embargo, está tomada la decisión: ya no hay tiempo para el silencio.
Llegó el momento de abrir heridas, sacar la pus y suturar.