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lunes, 18 de mayo de 2020

El monstruo


El monstruo preguntó si podía asomar su rostro. Con el tiempo se abrió camino desde la tiniebla del calabozo; poco a poco, con la paciencia de un monje y alimentándose del cerebro y el medio ambiente de su huésped, encontró el camino hacia la penumbra.

El gusano más hábil, el goloso de pensamientos, el transformador de emociones. El monstruo tomó fuerza, amplió su dominio mientras su anfitrión, el humano que lo había apresado, ahora le daba espalda a la luz y prefería la penumbra, esa cuestión que llaman pérdida de fe.

No eran las grandes alegrías, ni las tristezas, mucho menos las ansias lo que hacían vulnerable al huésped. Era una cuestión sobre anhelos de felicidad y de superioridad, esos senderos lo adormecieron, lo hipnotizaron. El monstruo, mucho más paciente y conciente de las debilidades humanas, se abría paso entre carne, neuronas, sangre y emociones. No tenía prisa. Fuera de la tiniebla su poder era considerable.

Y no fue un ataque despiadado. No. Al contrario, fue a dosis pequeñas de perdición, impulsos casi imperceptibles. Manipuló imágenes, recuerdos, sueños, anhelos, principalmente anhelos, esa necesidad humana tan natural; todo eso alimentó al oscuro ser.

El monstruo preguntó si podía asomar su rostro. Y el anfitrión le dio permiso. El pacto era con moderación; el ser asintió con una sonrisa amigable. Todo estaba bajo control... por un tiempo.

Con las semanas el huésped mutó, se mezcló con el monstruo hasta cambiar de forma.

Entonces las historias pasadas, revivieron.

Lo que pasó después fue rápido.

El ser mostró todo su esencia y asesinó al anfitrión. Se lo comió. Tomó su forma y en esa mutación todos los sentidos explotaron. Otra vez el caos y la oscuridad total tomaron el poder.

El monstruó escupió los restos del ser que lo acogía y reinó por muchas noches. No tantas como esperaba. Habría deseado la eternidad, pero no contaba con que era un simple ser inmundo, vulnerable a la luz.

Muy vulnerable.

Se derritió completamente ante el iluminado y su esencia se arrastró, con miedo, hacia el calabozo tenebroso. Estaba herido, fue burlado y apaleado.

Lamió sus heridas, en medio de la oscuridad. Con el tiempo levantó la mirada.

"La próxima vez no preguntaré si puedo asomar el rostro".



sábado, 29 de febrero de 2020

Bisiesto




Y los astros siguen ahí: complejos, vastos, enigmáticos; sus tiempos, indefinidos.
Las luces del cielo, como ojos de la creación, nos siguen el rastro, nuestra evolución, la locura humana.

Somos materia experimental, carne con sentidos, objetos de estudio. Por soplo o por caos; cualquiera que sea el origen, somos incompletos.

Aún así, como pequeñas manchas bajo el sol, somos osados con la gota de conocimiento adquirido. Con una minúscula parte del saber, estudiamos el rastro de nuestra existencia. 

Con ojos al firmamento desde que la pupila mutó, prueba y error hasta dar con un minúsculo movimiento celestial. Fue suficiente para demarcar la luz y la oscuridad, nuestro tiempo para vivir y morir. Delimitadores de los destinos.

Somos osados, hambrientos, brutales, somos esponjas, cajas de sentimientos. Y si en nuestro cálculo algo falta, entonces acomodamos todo, nos urge controlar.

Y los diminutos que señalan a la inmensidad, con ciencia y sangre, ordenan, cambian, destruyen. De la gota de conocimiento transforman, multiplican, somos insaciables por naturaleza. Por soplo o por caos, esa falta de complemento nos convierte en adictos al poder.

Si con una gota nos asesinamos unos a otros ¿qué hariamos con olas incontrolables de conocimiento?
Nos alimentaríamos de los agujeros negros. Pero no tenemos acceso, no es apto para plagas inteligentes. Sería un peligro.

Al menos dominamos nuestro tiempo; y si nos sobra, nos regalamos un día cada cierto tiempo. 24 horas más para vivir o para morir, da igual en este concierto carnal.

Y seguimos viendo al cielo en busca de respuestas. Creemos que somos los estudiosos.

Sin embargo, en el infinito universo, como ojos de la creación, un número incalculable de astros siguen ahí: complejos, vastos, enigmáticos. Y nos observan, como el ojo humano analiza microbios; nos siguen el rastro, como nosotros le damos cacería a un virus peligroso.

Los astros nos verán morir porque no tienen tiempo, no lo necesitan.



 

sábado, 9 de marzo de 2019

La mirada en la oscuridad


"O afinamos este modelo de ser, mi querido Félix, o mejor desistimos", las palabras del viejo hicieron eco en la amplia sala de la casa. "Es imprescindible encontrar una forma de lidiar con el mundo, mi querido amigo. Ya son años de cargar con esta máscara... ¡años!" la desesperación encarnada y la mirada intensa. El hombre era un caos.

Félix solo observaba, con la misma mirada del tiempo. Podía entender lo que las pupilas expresaban. Y en este escenario había decadencia y frustración de un ser humano. Félix es paciente, muy paciente.

"No sé si estoy en lo correcto o desvarío, quizás pierdo la razón y ni siquiera soy consciente de eso", Franco, de 65 años, delgado y barbado, tiene una mente excitada, un volcán violento de ideas y filosofías que no siempre podía controlar; esa dinámica, con el pasar de los años, había marcado su estabilidad mental y emocional.

Muy pocos humanos soportarían tantos años una problematización constante de las cosas, del alrededor, de la gente, de su interior, era una incesante búsqueda, un escudriñar tan intenso que rayaba con la locura. Una inteligencia aguda corre el riesgo de perderse. El hombre volvió a imaginar ese oscuro porvenir mientras acomodaba la almohada a su cabeza.

"Aquellos ideales juveniles, aunque siguen presentes en mi interior, parece que se han perdido en los demás. Nunca me interesó que pensaran igual que yo o que abrazaran las mismas banderas de pensamiento. Ya pasaron los años, la búsqueda ha sido excitante, apasionante y me llenó por un tiempo como ser humano. Pero nunca encontré paz. Nunca", el sonido de la voz aumentaba, la mirada directa a Félix era intensa y preocupada. Pero Félix era casi una estatua, no tenía expresiones. Su mirada fija en Franco, sus ojos eran intensos y provocaban silencio. Por unos minutos todo quedó en silencio en aquella enorme casa ubicada en uno de los barrios de clase media que abundaban en la gran ciudad.

"Puedo luchar por mis ideales hasta el último día de vida, pero la misma mente se impone nuevos límites y me quedo corto en ideales ¡Quiero más. Deseo más!
Y sé que no estaré completo del todo. ¡No me alcanzará la vida, Félix! ¿Te imaginas quedar incompleto?" Franco era un retrato de la impotencia mezclada con odio, sí, odio producto de la inconformidad. Esa llama que pudo quemar todo a su alrededor pero que se guardó por los cánones sociales, ahora estaba casi apagada. El odio mutilaba a Franco.

Félix podía sentir ese sentimiento del viejo. Podía oler la desesperación como un escudriñador de primer nivel. No necesitaba hablar porque era inexpresivo en el caos pero una lengua incansable en la paz.

"Debo reencontrarme en mis caminos. Debo dejar que la pasión fluya. Debo trabajar en mis últimos años de vida para que el mundo conozca de qué estoy hecho, lo que puedo hacer. Debo quitarme la máscara. Y quemar todo", esta última frase fue un grito desesperado en la silenciosa, polvosa y descuidada morada. Era medianoche y el viejo estaba cansado, aturdido, sucio, desconcertado.
Franco perdió familia, amigos y gente cercana por su incapacidad de relacionarse y de comprender al mundo. No era empático, nunca lo fue. Y no era un capricho.

Todo cambió en su tierno corazón hace ya más de 40 años: odiaba al ser humano. Tuvo años jóvenes llenos de gracia y diversión, cariños y abrazos, amores y pasión; sin embargo poco a poco, con cada acción negativa, dolorosa y devastadora que veía a su alrededor una parte de su humanidad se apagaba.

Todos están condenados a convivir con la barbarie humana y reconstruirse, comprender, seguir adelante, unos mejor que otros, pero en todo caso seguir viviendo en sociedad.
Están los asesinos, violadores, ladrones de vidas y otros seres repugnantes que terminan en la cárcel, en un cementerio o que viven en libertad pero guardan algo de humanidad que, bien encaminada, bien trabajada y con una dosis de espiritualidad, podría reformar su camino. Los humanos tienen esa posibilidad. Menos Franco. Menos los condenados como Franco.

"He sido testigo de las peores acciones. He protagonizado daños. El ser humano es la peor creación", el sexagenario volvió a recostarse para tomar aire, su mente y corazón estaban condenados a un sufrimiento propio de la locura.

Franco se consideraba un aborto, un resultado cercenado producto de la mezcla de personas normales y los enfermos y destructores.  No era capaz de matar ni de infringir daño físico serio, pero tampoco podía amar. Era pacífico la mayoría del tiempo pero su óptica estaba marcada por el odio. Esas características dañaron a las personas a su alrededor. Poco a poco él se alejó y la gente también.

"Ojalá una enorme bola de fuego cubra la tierra y a todos nosotros. Ojalá ese fuego limpie todo... ¿qué te parece la idea mi amigo?"

La figura no se movió, tampoco su mirada. Estaba sentado con su saco negro, sus zapatillas negras y sus manos elegantes. Su pose era el orgullo de tener todo bajo control.

El anciano tampoco le quitó la mirada, quería una respuesta a tal punto que se levantó y se acercó al rostro de Félix. Ambos se conocieron mucho tiempo atrás, en una de las tantas crisis emocionales y existenciales de Franco. Hay que remontarse décadas atrás a una noche turbulenta física, emocional y sentimentalmente cuando su interior pedía a gritos una guerra contra todo y todos.

En el calor del delirio, en esa búsqueda de enrumbar sus más devastadores sentimientos, su insaciable odio que hería su alma, en ese estado de pasión y de locura desbordante apareció Félix, como un fantasma que no era invitado pero que sabía que podía mostrarse tal cual.

Sus ojos, su sonrisa, su belleza eran admirables, su porte también, pero era la llama en su mirada era la que rompía moldes y tenía un peso enorme en el vacío del alma de Franco. Era una figura que le daba sentido al caos.

Franco y Félix quedaron trabados en una mirada que parecía infinita. Y ahora que el viejo quería una respuesta y la esperaba fervientemente, su amigo era una tumba. A diferencia del ir y venir de emociones que caracterizaban al anciano, Félix tenía una llama que no variaba con los años.

"¡Habla! ¡Habla! ¡Hazlo!", los gritos se escucharon hasta la calle. Como los alaridos no eran extraños en el vecindario, nadie puso atención. Todos sabían que el viejo hablaba solo, que estaba loco.

Y si alguien pasaba por la ventana de esa casa y volvía la mirada al interior, ahí estaba Franco gritando. El viejo gritón y odioso, uno más de los olvidados en el barrio.

Sin embargo los ojos humanos no captan toda la realidad. Nunca han tenido esa capacidad.

Franco no estaba solo. Nunca lo estuvo. Ahí estaba Félix, el encantador, con su traje a la medida, el que no necesita hablar en el caos sentimental de los humanos, porque él es el caos, él es el ladrón.

Tal era la desesperación del viejo que se rompió el implacable silencio. Félix agudizó su mirada como antesala a sus palabras.

"Quémalo todo."

Franco quedó petrificado. No había salida. O actuaba o callaba, pero ambas acciones lo condenaban.

Y Félix lo sabía. Lo supo desde que lo conoció, por eso guardaba silencio, con la sabiduría de un milenario, con la astucia de una figura que traspasa los años y el tiempo.

Franco no tenía respuesta y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Atrapado en la mediocridad, en la falta de sabiduría, en la incapacidad, apagó la luz y se acostó en el sillón de la sala. Su mirada estaba perdida.

A su lado, el encantador sí podía verlo en la oscuridad y solo esperaba a que la otra luz, la interna, se apagara.