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miércoles, 19 de agosto de 2020

Los abortos de una revolución que no fue

¡Ah, los chicos que éramos! 

Insertaron en nuestros vírgenes cerebros una ideología, una postura ante la vida y la sociedad.

Las ansias de un juguete eran ridículas para los hombres y mujeres con aspiraciones de convertirse en "nuevos seres humanos".

Desbaratar vínculos sentimentales es válido, si la misión es aliviar al pueblo, a la mayoría. Ante contundente postura, tus pueriles deseos, tus necesidades y sueños, no son más que un sinsentido, una necesidad errónea, creada, provocada. Una debilidad que debe transformarse en fortaleza, así decían los aspirantes a "nuevos".

No somos parte de una cultura, somos multiculturales; pero no por una apertura mental, no me malinterpreten, sino por la necesidad de recorrer países y compartir casas ajenas de pueblos extraños. Fue una extendida huida, una especie de búsqueda de atajos hacia la utopía. Y los que se quedaron en dos o tres casas, que perdieron contacto físico o sentimental con algunos de sus progenitores; bueno, ellos también quedaron vacíos de alguna manera.

Nuestras lecturas estaban alineadas. Todo era parte del plan: música, escritos, pláticas. Nuestros entornos tenían que ser interpretados bajo la sombrilla de la ideología, otra más de las diferencias humanas, después del género. 

¿Somos iguales? 

¿Realmente somos iguales? La misma naturaleza cambia; eso sí, a paso lento en comparación a nuestras ansias de poder.

El ocaso de la niñez llegó y todo cambió. Unos adoptaron las enseñanzas, otros las repudiaron en silencio.

¿Creyeron que sería universal su sentimiento e ideología, "seres humanos nuevos"? 

¿En realidad lo creyeron? 

Entonces, entre masturbaciones adolescentes, hormonas desordenadas y líbidos insaciables, entre maestros, padres, amigos, enemigos, familias quebradas en alguna base; en medio del valle de rebaños, las mentes comenzaron a comprender que no somos especiales, ni únicos, que solo somos una masa en constante cambio. Unos duermen ante la realidad, otros la interpretan y quizás muchos, ni siquiera, tengan o puedan alcanzar a analizar la situación.

Con los años nos convertimos en hombres y mujeres, con todo lo que eso acarrea.

Entonces veo sus ojos entre lentes y arrugas del tiempo, sus palabras presentes con sabores del pasado, explicaciones y excusas de alguien con miras a cambiar el entorno, aunque sea de unas decenas de apasionados ideológicos.

Llegó la tan esperada tarde para cruzar miradas. Mi ojos ebrios provocaron un sinfín de interpretaciones, pero soy más que ojos caídos, hábitos, carne y deseos. Soy la antítesis. Soy el provocador. Por fin tengo frente a mí a una representante del pasado, una agente del orden común, una especie de agitadora, una mujer que me gana en años, solo en eso.

Y hablamos lo necesario.

"Somos los abortos de una revolución que no fue".

No todos, dirá alguien.

"Muy bien, gracias por la opinión. No me interesa. Yo soy una de tantas evidencias, solo que suelo hacerme el desentendido para no herir susceptibilidades, nada más".

Sin embargo, está tomada la decisión: ya no hay tiempo para el silencio. 

Llegó el momento de abrir heridas, sacar la pus y suturar.



  



lunes, 18 de mayo de 2020

El monstruo


El monstruo preguntó si podía asomar su rostro. Con el tiempo se abrió camino desde la tiniebla del calabozo; poco a poco, con la paciencia de un monje y alimentándose del cerebro y el medio ambiente de su huésped, encontró el camino hacia la penumbra.

El gusano más hábil, el goloso de pensamientos, el transformador de emociones. El monstruo tomó fuerza, amplió su dominio mientras su anfitrión, el humano que lo había apresado, ahora le daba espalda a la luz y prefería la penumbra, esa cuestión que llaman pérdida de fe.

No eran las grandes alegrías, ni las tristezas, mucho menos las ansias lo que hacían vulnerable al huésped. Era una cuestión sobre anhelos de felicidad y de superioridad, esos senderos lo adormecieron, lo hipnotizaron. El monstruo, mucho más paciente y conciente de las debilidades humanas, se abría paso entre carne, neuronas, sangre y emociones. No tenía prisa. Fuera de la tiniebla su poder era considerable.

Y no fue un ataque despiadado. No. Al contrario, fue a dosis pequeñas de perdición, impulsos casi imperceptibles. Manipuló imágenes, recuerdos, sueños, anhelos, principalmente anhelos, esa necesidad humana tan natural; todo eso alimentó al oscuro ser.

El monstruo preguntó si podía asomar su rostro. Y el anfitrión le dio permiso. El pacto era con moderación; el ser asintió con una sonrisa amigable. Todo estaba bajo control... por un tiempo.

Con las semanas el huésped mutó, se mezcló con el monstruo hasta cambiar de forma.

Entonces las historias pasadas, revivieron.

Lo que pasó después fue rápido.

El ser mostró todo su esencia y asesinó al anfitrión. Se lo comió. Tomó su forma y en esa mutación todos los sentidos explotaron. Otra vez el caos y la oscuridad total tomaron el poder.

El monstruó escupió los restos del ser que lo acogía y reinó por muchas noches. No tantas como esperaba. Habría deseado la eternidad, pero no contaba con que era un simple ser inmundo, vulnerable a la luz.

Muy vulnerable.

Se derritió completamente ante el iluminado y su esencia se arrastró, con miedo, hacia el calabozo tenebroso. Estaba herido, fue burlado y apaleado.

Lamió sus heridas, en medio de la oscuridad. Con el tiempo levantó la mirada.

"La próxima vez no preguntaré si puedo asomar el rostro".



sábado, 29 de febrero de 2020

Bisiesto




Y los astros siguen ahí: complejos, vastos, enigmáticos; sus tiempos, indefinidos.
Las luces del cielo, como ojos de la creación, nos siguen el rastro, nuestra evolución, la locura humana.

Somos materia experimental, carne con sentidos, objetos de estudio. Por soplo o por caos; cualquiera que sea el origen, somos incompletos.

Aún así, como pequeñas manchas bajo el sol, somos osados con la gota de conocimiento adquirido. Con una minúscula parte del saber, estudiamos el rastro de nuestra existencia. 

Con ojos al firmamento desde que la pupila mutó, prueba y error hasta dar con un minúsculo movimiento celestial. Fue suficiente para demarcar la luz y la oscuridad, nuestro tiempo para vivir y morir. Delimitadores de los destinos.

Somos osados, hambrientos, brutales, somos esponjas, cajas de sentimientos. Y si en nuestro cálculo algo falta, entonces acomodamos todo, nos urge controlar.

Y los diminutos que señalan a la inmensidad, con ciencia y sangre, ordenan, cambian, destruyen. De la gota de conocimiento transforman, multiplican, somos insaciables por naturaleza. Por soplo o por caos, esa falta de complemento nos convierte en adictos al poder.

Si con una gota nos asesinamos unos a otros ¿qué hariamos con olas incontrolables de conocimiento?
Nos alimentaríamos de los agujeros negros. Pero no tenemos acceso, no es apto para plagas inteligentes. Sería un peligro.

Al menos dominamos nuestro tiempo; y si nos sobra, nos regalamos un día cada cierto tiempo. 24 horas más para vivir o para morir, da igual en este concierto carnal.

Y seguimos viendo al cielo en busca de respuestas. Creemos que somos los estudiosos.

Sin embargo, en el infinito universo, como ojos de la creación, un número incalculable de astros siguen ahí: complejos, vastos, enigmáticos. Y nos observan, como el ojo humano analiza microbios; nos siguen el rastro, como nosotros le damos cacería a un virus peligroso.

Los astros nos verán morir porque no tienen tiempo, no lo necesitan.



 

domingo, 3 de noviembre de 2019

El diario de una vida extraña X



¡No quiero hablar!
Bueno, en realidad sí quiero pero no me fluyen las palabras. Soy silencioso con los desconocidos y no tengo amigos, así que eso de ser sociable parece causa perdida. Quisiera ser ameno y tener el don de hablar y congeniar; pero, honestamente, no puedo y cada intento termina en silencio, en uno muy incómodo por cierto. Ahora me he dado a entender ¿verdad?

Hoy fue uno de esos días de esquivar obstáculos.

No se extrañen de esa manía que tengo de caminar rápido, juro que no es un accidente. Cada vez que acelero el paso se reducen las probabilidades de un encuentro espontáneo, de esos en los cuales hay que ser amablemente protocolario y comenzar a preguntar por familias e hijos, por empleos y el clima... ¡qué incómodo!

Donde muchos ven una linda casualidad, yo veo un desgaste anímico. Lo más gracioso de todo, es que soy de las personas que se esconden cada vez que miro a lo lejos a un conocido. ¿No les ha pasado? Soy un maestro en observar antes y hacerme el desentendido. Veo a las vitrinas, al cielo, mis zapatos ¡lo que sea con tal de que no cruzar miradas!
Hasta el momento nadie ha gritado mi nombre, no sé que haría al respecto... quizás comenzaría a correr.

Sin embargo, denme un momento para explicar. ¡No soy una persona enferma o antisocial, para nada! Es solo que no tengo el mínimo interés de entablar conversaciones comunes, vacías, protocolarias.

A veces pienso: si pudiera debatir sobre política, religión, doble moral, pecados capitales, extraterrestres o la enfermedad del amor romántico. Un debate acalorado con los mejores argumentos para echar abajo las posiciones mentales y sociales del otro. Una batalla de palabras ¡eso sería genial!
Podrían ser preguntas, respuestas y cuestionamientos con límites de tiempo, hasta podría hacer un deporte sobre eso.

Pero me sincero al instante: es una maldita mala idea. Creo que soy un raro, antisocial, poco empático e inescrupuloso. ¿Y qué puedo hacer? sinceramente no quiero cambiar, en absoluto, pero esto de vivir en sociedad me arrincona, me desespera, me aturde, incluso me da hambre, mucha. En unos meses he engordado tanto que la ropa ya no me queda.

Después de mis caminatas a paso rápido, bajé la intensidad y fui a la iglesia en busca de una luz, de una inspiración para superar tan deprimente estado. No me funcionó para nada. Nunca me conecté, ni en la alabanza, mucho menos en la prédica. Tenía hambre y por razones obvias no llevé un hot dog o una torta para comerla en silencio. Al final salí con más hambre física que espiritual.
Pero, ya sé, ya sé, es cuestión de tiempo y fe. Lo sé bien. Cuando caminaba hacia casa pensé: "Además de callado y antisocial, soy muy extraño".

Y muy extraño diría yo. Demasiado. Tengo dos años y medio de no tener novia ni relaciones sexuales. El líbido está intacto, lo que perdí fueron las ganas de cortejar y comprender a una pareja. Qué aburrido eso de quedar bien en todo, de valorar cada cosa que hace la susodicha, incluso si es una ridiculez o un capricho. Esa regla de tener que escuchar, ser amable, callar, soportar acciones y no poder ser genuino. ¡Qué horrible es no poder ser genuino! Me cansa tener que ser el buen tipo siempre. ¡Ya basta!
Solo quiero una mujer para ir a comer, al cine y a la cama, sin hablar tanto. Que no le moleste ir por unos cigarrillos y fumarlos en silencio mientras observamos el cielo. Lo sé, es otra maldita mala idea. Pero, muchachos, sean sinceros ¿no se les ha cruzado por la mente?

Regresé a mi casa al anochecer, pasé comprando una pizza gigante y dos botellas de gaseosa. Me comí y bebí todo mientras cambiaba canales y pensé: ¡qué desagradable habilidad de comer y ver televisión, Dios mío! Y la frase la volví a repetir mientras lamía la base de la caja de pizza y sonreía. Soy un asqueroso, lo sé.

El escenario era deprimente: tirado en la cama, la cara abotagada, cansada; en una mano, los dedos grasosos sostenían el control remoto, mientras que con la otra me rascaba mi estómago apretado después de la despiadada  hartada .

¿Algún día cambiaré?

Lo pensé una y otra vez mientras los minutos aceleraban la digestión.

¿Algún día cambiaré?

No lo sé.

Esperé hasta medianoche para tener mi única comunicación agradable: mi diario.

No tengo a nadie a quien contar mi vida... solo a ti querido diario.
Eres mi única vía de expresión, la más confiable, la que más respeto. Me encanta compartirte mis vivencias, sentimientos, pensamientos y emociones, eres más real que cualquier humano. Iba a escribir que no me dejaras y solté una carcaja. ¡Yo soy el que no te dejará!

¡Yo estaré aquí hasta el último día de mi vida!

¡Soy tuyo y eres mío!

Tú eres yo.

Tú eres yo.

Tú serás yo por los siglos de los siglos...

Qué final tan deprimente.

Buenas noches, diario. Besos.

Siempre tuyo.

Alfonso


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Alfonso X
Edad: 31 años
Nacionalidad: desconocida
Profesión u oficio: ingeniero
Características: estatura alta, piel blanca, ojos negros, cabello ondulado color café, 235 libras de peso.
Un hombre común por fuera, un extraño por dentro.