domingo, 3 de noviembre de 2019

El diario de una vida extraña X



¡No quiero hablar!
Bueno, en realidad sí quiero pero no me fluyen las palabras. Soy silencioso con los desconocidos y no tengo amigos, así que eso de ser sociable parece causa perdida. Quisiera ser ameno y tener el don de hablar y congeniar; pero, honestamente, no puedo y cada intento termina en silencio, en uno muy incómodo por cierto. Ahora me he dado a entender ¿verdad?

Hoy fue uno de esos días de esquivar obstáculos.

No se extrañen de esa manía que tengo de caminar rápido, juro que no es un accidente. Cada vez que acelero el paso se reducen las probabilidades de un encuentro espontáneo, de esos en los cuales hay que ser amablemente protocolario y comenzar a preguntar por familias e hijos, por empleos y el clima... ¡qué incómodo!

Donde muchos ven una linda casualidad, yo veo un desgaste anímico. Lo más gracioso de todo, es que soy de las personas que se esconden cada vez que miro a lo lejos a un conocido. ¿No les ha pasado? Soy un maestro en observar antes y hacerme el desentendido. Veo a las vitrinas, al cielo, mis zapatos ¡lo que sea con tal de que no cruzar miradas!
Hasta el momento nadie ha gritado mi nombre, no sé que haría al respecto... quizás comenzaría a correr.

Sin embargo, denme un momento para explicar. ¡No soy una persona enferma o antisocial, para nada! Es solo que no tengo el mínimo interés de entablar conversaciones comunes, vacías, protocolarias.

A veces pienso: si pudiera debatir sobre política, religión, doble moral, pecados capitales, extraterrestres o la enfermedad del amor romántico. Un debate acalorado con los mejores argumentos para echar abajo las posiciones mentales y sociales del otro. Una batalla de palabras ¡eso sería genial!
Podrían ser preguntas, respuestas y cuestionamientos con límites de tiempo, hasta podría hacer un deporte sobre eso.

Pero me sincero al instante: es una maldita mala idea. Creo que soy un raro, antisocial, poco empático e inescrupuloso. ¿Y qué puedo hacer? sinceramente no quiero cambiar, en absoluto, pero esto de vivir en sociedad me arrincona, me desespera, me aturde, incluso me da hambre, mucha. En unos meses he engordado tanto que la ropa ya no me queda.

Después de mis caminatas a paso rápido, bajé la intensidad y fui a la iglesia en busca de una luz, de una inspiración para superar tan deprimente estado. No me funcionó para nada. Nunca me conecté, ni en la alabanza, mucho menos en la prédica. Tenía hambre y por razones obvias no llevé un hot dog o una torta para comerla en silencio. Al final salí con más hambre física que espiritual.
Pero, ya sé, ya sé, es cuestión de tiempo y fe. Lo sé bien. Cuando caminaba hacia casa pensé: "Además de callado y antisocial, soy muy extraño".

Y muy extraño diría yo. Demasiado. Tengo dos años y medio de no tener novia ni relaciones sexuales. El líbido está intacto, lo que perdí fueron las ganas de cortejar y comprender a una pareja. Qué aburrido eso de quedar bien en todo, de valorar cada cosa que hace la susodicha, incluso si es una ridiculez o un capricho. Esa regla de tener que escuchar, ser amable, callar, soportar acciones y no poder ser genuino. ¡Qué horrible es no poder ser genuino! Me cansa tener que ser el buen tipo siempre. ¡Ya basta!
Solo quiero una mujer para ir a comer, al cine y a la cama, sin hablar tanto. Que no le moleste ir por unos cigarrillos y fumarlos en silencio mientras observamos el cielo. Lo sé, es otra maldita mala idea. Pero, muchachos, sean sinceros ¿no se les ha cruzado por la mente?

Regresé a mi casa al anochecer, pasé comprando una pizza gigante y dos botellas de gaseosa. Me comí y bebí todo mientras cambiaba canales y pensé: ¡qué desagradable habilidad de comer y ver televisión, Dios mío! Y la frase la volví a repetir mientras lamía la base de la caja de pizza y sonreía. Soy un asqueroso, lo sé.

El escenario era deprimente: tirado en la cama, la cara abotagada, cansada; en una mano, los dedos grasosos sostenían el control remoto, mientras que con la otra me rascaba mi estómago apretado después de la despiadada  hartada .

¿Algún día cambiaré?

Lo pensé una y otra vez mientras los minutos aceleraban la digestión.

¿Algún día cambiaré?

No lo sé.

Esperé hasta medianoche para tener mi única comunicación agradable: mi diario.

No tengo a nadie a quien contar mi vida... solo a ti querido diario.
Eres mi única vía de expresión, la más confiable, la que más respeto. Me encanta compartirte mis vivencias, sentimientos, pensamientos y emociones, eres más real que cualquier humano. Iba a escribir que no me dejaras y solté una carcaja. ¡Yo soy el que no te dejará!

¡Yo estaré aquí hasta el último día de mi vida!

¡Soy tuyo y eres mío!

Tú eres yo.

Tú eres yo.

Tú serás yo por los siglos de los siglos...

Qué final tan deprimente.

Buenas noches, diario. Besos.

Siempre tuyo.

Alfonso


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Alfonso X
Edad: 31 años
Nacionalidad: desconocida
Profesión u oficio: ingeniero
Características: estatura alta, piel blanca, ojos negros, cabello ondulado color café, 235 libras de peso.
Un hombre común por fuera, un extraño por dentro.














sábado, 2 de noviembre de 2019

Temporada de muertos


Nos encanta vivir. Y nos encanta querer morirnos de vez en cuando. Somos carne y sueños, somos sangre y órganos regidos por neuronas. Somos esencia inmortal en un envase con caducidad.

Somos sentimentalmente selectivos. Nos aferramos a respirar y definimos cuales muertes llorar y cuales ignorar; cuales valen la pena y cuales no. Naturaleza le llamamos.

Nos autoproclamamos protagonistas de la luz. De esa distinción no hay otros merecedores, ni lo permitiremos. Y si faltamos, como especie, a la tarea de resguardarnos mutuamente, entonces cambiamos. Somos diseñadores de valores a la medida.

Inculcados con la regla del bien y el mal, pero con la libertad de decidir. Somos pragmáticos por esencia y no perdemos la calma, porque el hambre de poder nos anima, nos alimenta.

Cuando se trata de nuestros deseos, las reglas son maquillajes: el engendro puede morir, el "No matarás" bíblico es una ilusión y las leyes terrenales, simples dolores que se superan con la pastilla de la impunidad humana.
Somos arquitectos de injusticias y las generaciones condicionadas perpetuarán el sistema de valores, uno acorde a la especie.

En temporada de vivos solo los decesos cercanos nos cambian, por un tiempo.
En colectivo somos poco, en intimidad somos todo. Ahí radica nuestra debilidad.

En la luz y el respirar somos protagonistas. 
Pero, en el día final y en la oscuridad ¿qué seremos?

¿Qué seremos en el más allá?

En la temporada de muertos, no seremos esclavos.
Seremos cualquier cosa menos nosotros. Y eso será un alivio.










  




domingo, 13 de octubre de 2019

Marcado


Este domingo lleva tu nombre
El cielo lo sabe y en la tierra ha quedado marcado
Este domingo tiene tu huella

No habrá fuerza que lo cambie
Ni tiempo o muerte que lo supere
De este rastro no hay escondite

Y si el viento me hablara
Y la misma existencia me advirtiera
De este día mi mano no se aparta

Pieza de historia
De sangre, lágrimas y sentimientos
De ángeles, demonios y humanos

No habrá minuto y hora que haga la diferencia
Ni amanecer de tiempo o vida que lo impida
La fecha trazada está escrita

En comunión o exilio
En casa o en intemperie
En vida o muerte

De tu domingo
Del porvenir de tu transformación
No escaparás


sábado, 28 de septiembre de 2019

En la mesa de los raros


Con los cuatro ojos y trompudos
Con los viejos aburridos y niños dormidos
Entre los dignos de apodos
Entre los menos agraciados
Con los más señalados

Pedí asiento en la mesa de los raros
Porque soy raro
Mi barba larga y mil pensamientos
Mi falta de tiempo mezclada con sueños
Mi carota sin gracia y mi boca sin palabras 

Nos vimos a los ojos con ganas de leernos
Los ví sin recelos y aire para entendernos
Pero hay unos raros que no se creen raros
Caminan en las calles de la normalidad
Y toman de la copa de la multitud

Entre viejitas perdidas, tiernos sin gracia, raras y feos
Entre los que no combinan y se les cae la comida
Con los risas chuecas, hartones y bobalicones
Con los lentos y callados
Ahí estoy

Pedí sentarme en la mesa de los raros
Porque aunque somos desconocidos, nos conocemos
Caminamos junto a los demás, pero no somos los demás
Los de corazón lavado y cocido
Los de ocurrencias extrañas, los menos populares

No nos mentimos. Los raros no se mienten
Nos reimos de nosotros mismos
Nos cuesta aceptarnos
Nos cuesta querernos
Pero cuando lo logramos, vivimos en caminos alternos

Pedí sentarme en la mesa de los raros
Porque no creen que lo soy
Creen que miento, creen que soy creído
Creen, pero no saben; sospechan, pero ignoran

Me acomodo, a mis anchas, en la mesa de los raros
Porque soy el especimen más raro de este circo humano

domingo, 18 de agosto de 2019

El séptimo día


No hay día sin queja y noche sin lamento.
Los anheladores compulsivos, insaciables.

No hay día sin guerra y noche sin deseos.
De la ira a la inocencia y el dedo acusador, todo en uno. Estirpe demente.

No hay día sin crítica y noche que nos sorprenda sin odio.
¡Danos la crítica nuestra de cada día, amén!

No hay día sin doble moral y noche sin rezos.
Dios allá y Yo aquí. Dios en la lejanía, ayúdame. En ese orden. Buenos religiosos. 

No hay día sin adular y noche sin señalamientos.
Nuestra mano siempre al gentil, nuestra lástima al necesitado. Pobrecitos.

No hay día sin necesidad y noche sin envidia.
Ansiamos mucho, queremos poco. Éxito ajeno, dolor interno.

Y en el séptimo día... se descansa.

¡Los adoradores de fines de semana!

Seamos buenos, hermanos.  Iglesia más food court, igual a gozo.

Seamos acordes, gente. Celulares más netflix, igual a gozo. Ahora la casa tiene sentido.

Seamos acordes, mayoría. Día de maíz, queso, frijol, sodas y selfies. Gozo.

¡Mañana listos para repitir la historia!

Suframos... un día a la vez.



Letras desde los alaridos


"Tenemos un espacio en la zona de los juegos para niños."

Acepté la condición inmediatamente. Ya era tarde y no podía perder más tiempo, esto de escribir no es moda, ni apariencia, mucho menos aspirar a un estatus. Es simple necesidad, de esas que carcomen si no se satisfacen.

Era un bullicio total. Un desorden de sábado por la tarde. Llantos y carcajadas se mezclaban con los clásicos alaridos de la adrenalina infantil, esa emoción incomprendida. Si ya les describí los sonidos, imaginen las cosas y la gente: habían calcetines y zapatos regados por el piso, meseras esquivando los pequeños cuerpos en movimiento. Y ahí estaban las mamás, entre la charla y la vigilancia. Unas más cansadas que otras, la mayoría atentas y unas pocas sucumbían a la desesperación con rostro de "¿qué estaré pagando?"

A todas les cambiaba el semblante a cada momento: cuando hablaban entre ellas, asombro e interés; cuando debían atender a sus vástagos, de cariño, autoridad o molestia.

Eso de querer inspirarse para un profundo ensayo de cuánto me sorprenden las características sociales de mis más cercanos colaboradores, era imposible. Pero como mis días son febriles, camino y vivo ansioso por expresar, entonces abrí mi mente, me quité los audífonos y dejé que los gritos pueriles desempolvaran la inspiración. Complicada misión porque unos alaridos eran tan agudos que casi provocan que corriera del lugar. Pero aguanté.

Y llegó lo que necesitaba: un golpe de memoria de aquel chiquillo gritón y sentimental. Aquel gordito insaciable por jugar, soñador de primera, que no necesitaba de mucho para armar tremendos juegos mentales ¡Como me divertía crear historias!

"Luchadores contra soldados". "El ataque al fuerte Knox". "Los campeonatos de basquetbol musical". "Los juegos sangrientos". "La muerte súbita de los penales". "El mundo de las alcantarillas". "Las bandas de rock" y muchas otras creaciones de las que quedan poco rastro en una mente excitada e instrospectiva.

Recordé las tardes en casa. Aunque me miraban jugar solo, muy poco compartía de mis pensamientos. Todo era insumo interno para divertirme, se me ensanchaba el pecho y sentía una felicidad indescriptible cada vez que me sumergía en mis fantasías. Años de gloria sincera, sin manchas.

Antes de seguir la historia, acaba de caerse un niño y comenzó el llanto. Todo se detiene. El debate en una de las mesas de mamás entró en pausa y la susodicha madre del lastimado cruzó el salón a toda prisa para hacerla de doctor. Unos segundos bastaron para darme cuenta que era un rasguño mínino, mucha lágrima y nada de daño. "Mono chillón", recordé las palabras de mi mamá. 

Vuelvo a la computadora.

¿Jugar con los compañeros o jugar solo? Difícil decisión... pero hay una respuesta: siempre me sentí mucho más realizado cuando me dejaba llevar por mis fantasías. En cualquier momento podía divertirme. Felicidad exprés, sin intermediarios.   

Por cierto no recuerdo la frontera, el límite entre mis juegos mentales infantiles y los adultos. Claro que ahora no me verán tirado en el suelo ordenando muñecos,uno a uno con su nombre propio, para una batalla sin tregua en las profundidas de una alcantarilla imaginaria o de una fabrica abandonada que una vez soñé (la cual me sirvió de inspiración para crear tantos escenarios). 
Ahora es diferente, tengo otros pasatiempos cerebrales: "¡El matrix musical - deportista!", "500, la chamarra mágica" y "La gran verdad"  ¿de qué se tratan? aún se mantiene aquella ley de mi niñez: comparto poco. 

Para este momento los gritos en el salón aumentan... en cantidad y sonido. Las madres no paran de platicar y vigilar. Solo hay una señora que se ha quedado con la mirada perdida. ¿Estará sumergida en algún juego mental, en un escenario a donde es una heroína que salva a una raza inferior? Ojalá. 

Me pregunto si los chiquillos de hoy fantasean de tal manera que ignoren todo su alrededor. ¡Claro que sí! pero la mayor inspiración es un celular inteligente. Signo de los tiempos.

Veo mi taza vacía y algunos chicos fueron obligados a comer. Pasamos del bullicio desesperante al ruido normal, uno que otro grito rompe la paciencia, pero nada más que lamentar.

La tarde cedió a la oscuridad. El tiempo pasa muy rápido, demasiado como para no aprovecharlo. No sé si pierdo minutos valiosos en juegos mentales, probablemente sí. ¿Pero qué sería sin mis historias?

Soy muy poco sin mis procesos, debo aceptarlo. Desde el chiquillo gordo y divertido hasta el hombre introspectivo de hoy, sin juegos mentales y esas interrogantes que arropan mi interior, no sería nada.
Por eso cuando llega el momento libre de la semana, debo escribir, es una misión ineludible, valiosa y transparente. No solo es expresar a la ligera, es un mecanismo de vida para este inquieto ser.

Me levanté de mi mesa y busqué la salida. Parecía un extraño en medio de tanta mamá e hijos. Por cierto, nunca llegaron los papás. Quisiera creer que se atrasaron pero que al menos existen.

Otro signo de los tiempos.





       

  




sábado, 3 de agosto de 2019

Pecas y ojos saltones


Sandra tiene cachetes grandes, piel blanca mezclada con rosa, pecas por doquier, ojos verdes, labios grandes y la nariz chata. Adolescencia triste en rostro serio. Una chica que no pasa desapercibida, pero que se excluye del mundo por voluntad propia, por el control remoto de una baja autoestima mezclada con sobrepeso.

Un día, Sandra fijó su mirada. Desde la ventana del bus, vio a un chico en la parte trasera de un auto.

Paolo tiene ojos saltones cafés como el caramelo, empañados por unos lentes sucios. Mirada chispa en rostro tímido y delgado, trigueño. Es un chico al que las ganas de opinar se las quitaron a puro palo. Un control remoto instaurado desde muy pequeño le dictaba que era mejor callar.

Cuando las miradas adolescentes se unieron, se admiraron y se apenaron, se perdieron por un momento, para luego reencontrarse con esa timidez clásica de los inseguros, de los vírgenes pero con ganas de romperse todo.

El rojo del semáforo fue largo. Suficiente para que ambos se dieran cuenta de que no iba a pasar nada, pero sintieran qué lindo fuera darle rienda suelta a esa química excitante de la pubertad.
Ambos siguieron sus caminos, hasta que el tiempo les dio su lugar.

Sandra perdió los cachetes grandes y cambió a un rostro delgado, pecas en mejillas perfectamente maquilladas, ojos verdes sensuales en cuerpo de fuego. Un monumento.
Los años rompieron las virginidades de todo tipo, atrás quedó la timidez regordeta, el maldito control remoto explotó con la fuerza de besos, olores, fluidos, ahuevadas, confrontaciones y el sabor de la rebeldía a golpe de sensualidad. Sandra era Sandrota.

Paolo aprendió que sus ojos saltones, al fin y al cabo, no hacen la diferencia. Como todos, probó de todo, o casi todo. En una sociedad machista, sus miedos se convirtieron en armas, su chip silencioso dio paso a una lengua incontrolable que entraba y salía obsesivamente de cuanto orificio femenino alcanzaba. Hablaba hasta por los codos y, si no lo escuchaban, se hacía escuchar. Paolito era un hijo de puta.

Sandra pecas maquilladas aprendió con los años que no todo favorecía. Ojos verdes cansados de buscar amor y recibir decepciones, cuerpo cambiante, tallas más tallas menos ¡una locura cada año nuevo!

Lo sexi se encarecía en contraste con lo barato y estropeados que le salían los novios. ¡Sandra, hija mía, qué te está pasando! "Quizás sea hora de definir ser la tía borracha o morir en el intento de ser lo que todos esperan", Sandrita lo pensaba mucho. Se interrogaba mucho en la crisis de la media vida.

En Paolo ojos caramelo brotó una panza de vida... ¡pero alcohólica!
Solo engendraba problemas. Atrás quedó el apasionado don Juan. Ahora, el maltrecho hombre dividía su vida con el papel de trabajador de lunes a jueves y el de piltrafa humana cada fin de semana. Paolito, con la juventud ya caducada, probó las mieles amargas y residuales de la sociedad.

El semáforo en rojo parecía largo en la vida de ambos.

Y en ese lapso, se toparon con otro semáforo en rojo, el de la avenida Bernal en tráfico matutino. Sandra pómulos rojos volvió a ver a su derecha y se encontró con los ojos saltones y cafés de Paolo. Fue un rato de miradas que se perdían y cruzaban, esta vez con más conciencia que aquellas tímidas de la adolescencia. Ahora sí quedó grabado el momento, lo suficiente para que aflorara el recuerdo un mes, dos semanas, cuatro días, once horas, tres minutos y diez segundos después, cuando se encontraron en la sala de espera del consultorio del psicólogo al que acudían para tratar de enderezar sus vidas.

Paolo creyó. Sandra creyó. Y todo mezclado con el psicoanálisis del discípulo de Freud, quien agradecía la gran confusión que ambos tenían, provocó que un sábado por la noche se rompieran a besos y terminaran cansados en una cama de motel jurando, en sus interiores, que habían encontrado a la persona ideal. No tenían compromisos con nadie, solo con sus vidas turbulentas, así que se definieron.

Le hicieron huevos y ovarios porque eso del amor, o lo que quiera que signifique en el mundo de las relaciones de pareja, no es sencillo. Se quedaron juntos y procrearon sin pausa decorosa a Pedro, el pecoso, y Carmencita, la divina trigueña con lindos ojos cafés.

Don Paolo redujo las cervezas lo suficiente como para ser sociable, aunque mantenía su panza grande y redonda que combinaba con sus ojos saltones.

Al otro lado del sillón, la señora Sandra con un té endulzado con químicos que no engordan, pero que intoxican, luchaba por mantener su belleza a toda costa. Sus ojos verdes mostraban cansancio.

Y desde ese lugar, frente a la gran pantalla con una nitidez perfecta, manejaban a control remoto a sus hijos. A Pedrito, el gordito pecoso, no hacía falta gritarle mucho, era calladito y para ellos era un signo de "bonito". No sabían que Pedrito era como su mami, aquella chica insegura con baja autoestima y sobrepeso. "Calladito te ves más bonito" ¡maldición de lema de una sociedad doble moral!

Con Carmencita, lindura de niña, el control era mayor. Opinaba, gritaba, lloraba, pataleaba, era un torbellino de emociones, de necesidades sentimentales. Mamá y papá no querían terminar en la cárcel pero ¡qué ganas tenían de darle una golpiza! Como aquellas de antes de la ley de protección a la niñez. Por eso gritaban mucho, casi siempre.

Entonces Paolo ojos saltones y Sandra chele ojos verdes, dejaron de ver la televisión y volvieron a verse sin quererlo, como de costumbre.
"Creo que te conocí desde siempre" dijo el hombre.
"Pienso lo mismo...", sonrisa amable, mirada comprensiva aunque con alma confundida.
"Quizás nos cruzamos antes de conocernos..."
"Quizás".

Los ojos caramelo de Paolo y los verdes de Sandra se despidieron y volvieron a la pantalla en busca de una serie para darle sentido a las próximas horas, días, meses, años.

Mientras tanto, Pedrito pecas grandes, arrimó su gordito cuerpo a la ventana y no quitó la mirada ahuevada. Ya sudaba adolescente sus olores raros. Ya buscaba, ya pensaba distinto, ya se excitaba.

Y Carmencita también tenía su ventana. También sudaba distinto, percibía distinto, quería distinto.
Su rostro chispa, vivo, expresivo, con ese espíritu indomable que, a cada grito acalorado de sus padres, se encendía más. Carmencita, única, con sus lindísimos ojos color caramelo, incomparables, también fijo su mirada.

Entonces comenzó otra historia.