Nos encanta vivir. Y nos encanta querer morirnos de vez en cuando. Somos carne y sueños, somos sangre y órganos regidos por neuronas. Somos esencia inmortal en un envase con caducidad.
Somos sentimentalmente selectivos. Nos aferramos a respirar y definimos cuales muertes llorar y cuales ignorar; cuales valen la pena y cuales no. Naturaleza le llamamos.
Nos autoproclamamos protagonistas de la luz. De esa distinción no hay otros merecedores, ni lo permitiremos. Y si faltamos, como especie, a la tarea de resguardarnos mutuamente, entonces cambiamos. Somos diseñadores de valores a la medida.
Inculcados con la regla del bien y el mal, pero con la libertad de decidir. Somos pragmáticos por esencia y no perdemos la calma, porque el hambre de poder nos anima, nos alimenta.
Cuando se trata de nuestros deseos, las reglas son maquillajes: el engendro puede morir, el "No matarás" bíblico es una ilusión y las leyes terrenales, simples dolores que se superan con la pastilla de la impunidad humana.
Somos arquitectos de injusticias y las generaciones condicionadas perpetuarán el sistema de valores, uno acorde a la especie.
En temporada de vivos solo los decesos cercanos nos cambian, por un tiempo.
En colectivo somos poco, en intimidad somos todo. Ahí radica nuestra debilidad.
En la luz y el respirar somos protagonistas.
Pero, en el día final y en la oscuridad ¿qué seremos?
¿Qué seremos en el más allá?
En la temporada de muertos, no seremos esclavos.
Seremos cualquier cosa menos nosotros. Y eso será un alivio.