sábado, 3 de agosto de 2019

Pecas y ojos saltones


Sandra tiene cachetes grandes, piel blanca mezclada con rosa, pecas por doquier, ojos verdes, labios grandes y la nariz chata. Adolescencia triste en rostro serio. Una chica que no pasa desapercibida, pero que se excluye del mundo por voluntad propia, por el control remoto de una baja autoestima mezclada con sobrepeso.

Un día, Sandra fijó su mirada. Desde la ventana del bus, vio a un chico en la parte trasera de un auto.

Paolo tiene ojos saltones cafés como el caramelo, empañados por unos lentes sucios. Mirada chispa en rostro tímido y delgado, trigueño. Es un chico al que las ganas de opinar se las quitaron a puro palo. Un control remoto instaurado desde muy pequeño le dictaba que era mejor callar.

Cuando las miradas adolescentes se unieron, se admiraron y se apenaron, se perdieron por un momento, para luego reencontrarse con esa timidez clásica de los inseguros, de los vírgenes pero con ganas de romperse todo.

El rojo del semáforo fue largo. Suficiente para que ambos se dieran cuenta de que no iba a pasar nada, pero sintieran qué lindo fuera darle rienda suelta a esa química excitante de la pubertad.
Ambos siguieron sus caminos, hasta que el tiempo les dio su lugar.

Sandra perdió los cachetes grandes y cambió a un rostro delgado, pecas en mejillas perfectamente maquilladas, ojos verdes sensuales en cuerpo de fuego. Un monumento.
Los años rompieron las virginidades de todo tipo, atrás quedó la timidez regordeta, el maldito control remoto explotó con la fuerza de besos, olores, fluidos, ahuevadas, confrontaciones y el sabor de la rebeldía a golpe de sensualidad. Sandra era Sandrota.

Paolo aprendió que sus ojos saltones, al fin y al cabo, no hacen la diferencia. Como todos, probó de todo, o casi todo. En una sociedad machista, sus miedos se convirtieron en armas, su chip silencioso dio paso a una lengua incontrolable que entraba y salía obsesivamente de cuanto orificio femenino alcanzaba. Hablaba hasta por los codos y, si no lo escuchaban, se hacía escuchar. Paolito era un hijo de puta.

Sandra pecas maquilladas aprendió con los años que no todo favorecía. Ojos verdes cansados de buscar amor y recibir decepciones, cuerpo cambiante, tallas más tallas menos ¡una locura cada año nuevo!

Lo sexi se encarecía en contraste con lo barato y estropeados que le salían los novios. ¡Sandra, hija mía, qué te está pasando! "Quizás sea hora de definir ser la tía borracha o morir en el intento de ser lo que todos esperan", Sandrita lo pensaba mucho. Se interrogaba mucho en la crisis de la media vida.

En Paolo ojos caramelo brotó una panza de vida... ¡pero alcohólica!
Solo engendraba problemas. Atrás quedó el apasionado don Juan. Ahora, el maltrecho hombre dividía su vida con el papel de trabajador de lunes a jueves y el de piltrafa humana cada fin de semana. Paolito, con la juventud ya caducada, probó las mieles amargas y residuales de la sociedad.

El semáforo en rojo parecía largo en la vida de ambos.

Y en ese lapso, se toparon con otro semáforo en rojo, el de la avenida Bernal en tráfico matutino. Sandra pómulos rojos volvió a ver a su derecha y se encontró con los ojos saltones y cafés de Paolo. Fue un rato de miradas que se perdían y cruzaban, esta vez con más conciencia que aquellas tímidas de la adolescencia. Ahora sí quedó grabado el momento, lo suficiente para que aflorara el recuerdo un mes, dos semanas, cuatro días, once horas, tres minutos y diez segundos después, cuando se encontraron en la sala de espera del consultorio del psicólogo al que acudían para tratar de enderezar sus vidas.

Paolo creyó. Sandra creyó. Y todo mezclado con el psicoanálisis del discípulo de Freud, quien agradecía la gran confusión que ambos tenían, provocó que un sábado por la noche se rompieran a besos y terminaran cansados en una cama de motel jurando, en sus interiores, que habían encontrado a la persona ideal. No tenían compromisos con nadie, solo con sus vidas turbulentas, así que se definieron.

Le hicieron huevos y ovarios porque eso del amor, o lo que quiera que signifique en el mundo de las relaciones de pareja, no es sencillo. Se quedaron juntos y procrearon sin pausa decorosa a Pedro, el pecoso, y Carmencita, la divina trigueña con lindos ojos cafés.

Don Paolo redujo las cervezas lo suficiente como para ser sociable, aunque mantenía su panza grande y redonda que combinaba con sus ojos saltones.

Al otro lado del sillón, la señora Sandra con un té endulzado con químicos que no engordan, pero que intoxican, luchaba por mantener su belleza a toda costa. Sus ojos verdes mostraban cansancio.

Y desde ese lugar, frente a la gran pantalla con una nitidez perfecta, manejaban a control remoto a sus hijos. A Pedrito, el gordito pecoso, no hacía falta gritarle mucho, era calladito y para ellos era un signo de "bonito". No sabían que Pedrito era como su mami, aquella chica insegura con baja autoestima y sobrepeso. "Calladito te ves más bonito" ¡maldición de lema de una sociedad doble moral!

Con Carmencita, lindura de niña, el control era mayor. Opinaba, gritaba, lloraba, pataleaba, era un torbellino de emociones, de necesidades sentimentales. Mamá y papá no querían terminar en la cárcel pero ¡qué ganas tenían de darle una golpiza! Como aquellas de antes de la ley de protección a la niñez. Por eso gritaban mucho, casi siempre.

Entonces Paolo ojos saltones y Sandra chele ojos verdes, dejaron de ver la televisión y volvieron a verse sin quererlo, como de costumbre.
"Creo que te conocí desde siempre" dijo el hombre.
"Pienso lo mismo...", sonrisa amable, mirada comprensiva aunque con alma confundida.
"Quizás nos cruzamos antes de conocernos..."
"Quizás".

Los ojos caramelo de Paolo y los verdes de Sandra se despidieron y volvieron a la pantalla en busca de una serie para darle sentido a las próximas horas, días, meses, años.

Mientras tanto, Pedrito pecas grandes, arrimó su gordito cuerpo a la ventana y no quitó la mirada ahuevada. Ya sudaba adolescente sus olores raros. Ya buscaba, ya pensaba distinto, ya se excitaba.

Y Carmencita también tenía su ventana. También sudaba distinto, percibía distinto, quería distinto.
Su rostro chispa, vivo, expresivo, con ese espíritu indomable que, a cada grito acalorado de sus padres, se encendía más. Carmencita, única, con sus lindísimos ojos color caramelo, incomparables, también fijo su mirada.

Entonces comenzó otra historia.




     

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