domingo, 31 de diciembre de 2023
El sol de mi muerte
Juró que le escribiría
Juró que le escribiría todas las semanas, pero nada sucedió porque Jorge era toda pasión para cada ocasión. Jurar era su muletilla y cumplir su gran debilidad.
Carmen era lo contrario. No juraba, solo creía y cumplía. Creyó que Jorge era su primer y gran amor.
Ambos se despidieron en la sala de espera del aeropuerto. "Júrame que escribirás, júralo", gritó ella, sin importar la muchedumbre alrededor. "Lo juro", dijo él casi en un susurro. Esas dos palabras fueron las últimas que se dijeron cara a cara. Carmen esperó hasta que el avión se perdió en el cielo; mientras que Jorge leía una revista y se acomodaba en el asiento.
La distancia, la promesa rota y el tiempo puso a cada uno en su lugar. El destino hizo lo suyo: a Jorge, el abuso de juramentos le redujo las relaciones estables; y Carmen, creyó nuevamente en una buena causa para amar.
Diez años después volvieron a encontrarse. El jurador y la cumplidora se toparon en un bar. Él, solo en la mesa; ella, compartiendo la velada. Jorge asimilando la nula ganancia que le dejaron sus promesas sin cumplir y el aumento de culpa que tenía su corazón; mientras que Carmen, ahora brindaba con su amor, esta vez, creía que era el verdadero.
Jorge la reconoció a dos mesas de distancia. Y la vio más bella, brillante y sensual, vio a una mujer por la que valdría la pena cumplir una promesa. Jorge sintió culpa. Carmen, quien sintió que la observaban, dio la cara y reconoció la mirada penetrante que una vez la atrapó; esta vez, le tomó cuatro segundos zafarse de ella para volver a rendirse a su verdadera causa. Claudia sintió pena.
Hoy el jurador quería gritar y sanar heridas que le atormentaban, pero se quedó en su mesa postrado, en silencio, sin nada que hacer. Juró que no volvería a jurar, y ni siquiera él se lo creyó.
Hoy la cumplidora quería seguir casi en silencio en la mesa romántica, que no terminara esa noche de besos y sonrisas, que no terminara esa certeza de que estaba en buenas manos.
Cada uno en su lugar por ahora, solo por ahora ya que el destino es caprichoso. Quizás en otros tiempos uno aprenda a cumplir y, a lo mejor, alguien le tome la palabra; y el otro, quizás lamente esa fe que brota con facilidad, un casi crimen en un mundo de traiciones.
El cuadro del gran muro
Abrí el rastrillo del castillo y crucé lentamente el puente levadizo hasta llegar al jardín, ahí me senté un rato. Fue agotador el viaje a las tierras que colindan con mi fortaleza. Lo mejor de un día de exploración extenuante era volver a casa antes del anochecer y ver, desde la torre más alta, la caída del sol.
Luego de ese espectáculo natural nunca faltaba la cena en la enorme mesa de madera de la sala principal del castillo. El placer de comer, ante las velas, era muy especial.
Debí proseguir el plan de llegar a mi dormitorio, sin pausas luego de una jornada de ansiedades; pero una corazonada me llevó a la biblioteca, la cual era amplia y con aroma a páginas y tinta. Esta sala era atractiva y tenía un magnetismo fulgurante, no tanto por los cientos de textos, sino por su diseño.
Como decoración de las libreras había una enorme pared, tan grande como el muro principal de los museos. Ese muro tenía grietas y el tiempo había estropeado la pintura gris. Era una muralla vieja.
La estructura sombría estaba decorada con cientos de marcos brillantes, exquisitamente artísticos. Mi castillo era grande pero cada vez que entraba a la biblioteca el escenario me movía el corazón. Además del contraste entre estructura y luz, entre diseño y color, lo que le daba la sensación de grandeza era la historia que cada marco representaba.
Ahí estaba representada en pinturas mi vida: la primera casa, las escuelas, los juegos, mi infancia, la música, la lluvia y cada momento que ha marcado el largo viaje.
Cada cuadro tenía el tamaño adecuado al rastro que marcó en mi interior. En algunos espacios de la pared se amontonaban, entre grandes y pequeños, redondos y cuadrados, asimétricos y rectangulares, llenos de sentimiento y otros colmados de desesperación. No importaba el tamaño de cada memoria, era el conjunto de las mismas lo que daba la belleza total al muro de mis revoluciones.
Pero a veces, la vista me fallaba ante tal escenario. Durante algunos días me olvidaba de la biblioteca y prefería ir al jardín a tomar aire, porque la vida se me escapaba entre el recuerdo, la sospecha y las interpretaciones. Temía un día quedar ensimismado, sin regreso a la realidad. La gran fortaleza amurallada a donde vivía era tan silenciosa que, en ciertos momentos, tenía la sensación de que compartía el café con fantasmas.
Aunque necesitara el jardín, me encantara la cocina y me desnudara en la torre más alta, solo cuando entraba a la gran sala con el muro de la historia, solo ahí me identificaba y me reconocía a cabalidad.
En los últimos días recapacité sobre cada espacio de la pared y su historia. Me di cuenta que por años intentaba no ver tanto la esquina superior derecha del muro, el espacio dedicado a algunos rostros, a las figuras emparentadas a los sentimientos más profundos. Entre cuadritos y formas ovaladas, entre lienzos manchados y desgastados, destacaba un cuadro que estaba tapado con una manta.
"¿Quién se atrevió a ocultar uno de mis cuadros?" grité con todas mis fuerzas. Estaba tan molesto que quería ver inmediatamente a los ocupantes del castillo para detectar los ojos del culpable. "¿Quién fue el entrometido?" grité a todo pulmón.
Pero solo se escuchó el eco de mis gritos.
Mi temor más grande me vio directo a los ojos: estaba solo en el castillo.
Con desesperación corrí por la más alta de las escaleras que estaba en el sótano. Con fuerza determinada por el miedo y la excitación saqué la escalera y corrí por la sala, por los pasillos, boté cajas, candelabros, espejos y desordené todo a mi paso, me comía la ansiedad por llegar al muro de la gran sala. Subí con prisa para apartar la manta del cuadro y en mi afán boté otros cuadros. Algo me desesperaba al ver ese cuadro tapado. Tenía una mezcla de enojo y miedo por la verdad que estaba por descubrir.
Cuando al fin llegué a la parte más alta, quité la manta... al ver el rostro del cuadro estuve a punto de caer de la escalera. El corazón quería salir de mi pecho. Observé muy bien el rostro: la mezcla de una niña y una mujer, una sonrisa casi completa, apunto de explotar en una risa y los ojos con asombro, abiertos, iluminados. El rostro me trasladó al juego en una cancha de arena, a las escaleras de una gran plaza de la ciudad, a los lugares a donde esa mirada me marcó.
Se acumularon las sensaciones en mi interior. Los recuerdos y toda la historia que viví con el rostro del cuadro tapado inundaron mi conciencia. Tal fue la impresión que no logré sostenerme adecuadamente, uno de mis pies titubeó y perdí el equilibrio. Al tratar de retomar el control boté el resto de cuadros que estaban en la esquina superior derecha del muro de mis revoluciones, en la caída mis dedos rasgaron la pared y muchos otros cuadros de mi historia.
Caí de espaldas en una mesa llena de libros y luego al suelo. La parte trasera de mi cabeza golpeó con tal fuerza el piso que perdí la conciencia. Se me apagó toda la realidad y soñé... fue un sueño profundo con los rostros de mi vida, con las vivencias, las experiencias manchadas de tantos sentimientos. En un momento todas las caras se unieron y tomaban cierta forma, la cual mutaba y representaba a cada segundo las emociones humanas. El rostro cambiante se movía y me provocaba un descomunal asombro y excitación.
Con los minutos solo unas características se repetían en la cara: la sonrisa, los ojos infantiles mezclados con los de la mujer, las voces de la hija con la de la amante, los cabellos de largos a cortos, la mutación finalizó con el único rostro, el de la muñeca mitad diabólica, mitad angelical.
Y entonces recordé todo: tapé el rostro por la pena de la pérdida, por la noche de amnesia en que asesiné esa historia. Lo cubrí para tratar de seguir con mi viaje, para darle sentido al muro, para que no se secara el jardín, para disfrutar de la sala principal del castillo, para ver la caída del sol desde la torre más alta, para que no se derrumbara mi gran fortaleza. Para no morir.
El castillo quedó solo hace muchos años. La manta no borró la historia, tampoco la pena por no resguardar ese regalo del destino.
En el sueño el rostro quedó petrificado. Quedamos cara a cara. Sus ojos como lámparas tenían la intensidad de un demonio y la suavidad de un ángel. Con los segundos todo comenzó a oscurecerse y el rostro se desvaneció poco a poco, las miradas se perdieron, todo se perdió en el frío de la nada.
sábado, 30 de diciembre de 2023
Sombras en el tiempo. El límite dorado.
"¿No te avergüenza escribir sobre sexo?", la mujer tenía una cara de asombro e incomodidad y esperaba una respuesta, ella dejó de leer una de mis historias porque una escena le pareció demasiado explícita.