La conspiración más grande se fragua en las afueras.
La mente traduce todos los sonidos, en voces; todos los ruidos, en pasos que se aceleran.
En medio de la oscuridad, el cuerpo febril trata de mantenerse quieto, pero el temblor provocado por la ansiedad no se detiene.
Es entonces cuando el jovencito ruega a Dios por serenidad, implora por misericordia. Pero las palabras no tienen eco. Y los constantes llamados a la calma desaparecen cuando sus ojos caen en la ventana. El joven cuerpo se estremece de terror. "¡Son ellos! ¡Están aquí!", piensa el muchacho mientras se derrumba su fe. No hay serenidad.
El ritual se repite una vez más. Afuera se fragua un plan malévolo. Los autos pasan, y la mente retorcida crea uno, dos, tres escenarios adversos, pensaba en el objetivo de toda esta operación: atraparlo, dañarlo, exponer sus miedos. La mente vuelve a repasar los sonidos, la visión se pierde en la oscuridad. Sombras danzan por todos lados, y los más íntimos temores se apoderan del ánimo.
Sólo la pequeña luz que sale de la ventana vuelve a la realidad los sentidos del delgado, frágil y exhausto joven.
Prueba posicionarse como un feto; mala idea. Trata de conciliar el sueño boca arriba, es imposible. Da vueltas en la cama intentando descansar, pero no lo logra. Es el infierno en la tierra. Es la mismísima mano del hacedor del mal que toma su alma, su paz... su ser.
Vuelve a ver a la ventana y mira una sombra. "¡Están afuera!", las palabras explotan en el cerebro del joven. El sudor se apodera de su cuerpo. La sombra se mezcla con los sonidos creados por su mente. Se prepara para lo peor.
La impotencia se apodera de él, "llora, llora para desatar este nudo de preocupación, por favor ¡hazlo!", se dice a si mismo. No hay respuesta. No puede derramar lágrimas. En un acto desenfrenado, pide que los intrusos muestren su rostro. Los invita a pasar: "¡vengan por mí, vamos que esperan!"... pero no hay réplica.
Se frota su rostro, el sudor, la piel grasienta, los ojos ardiendo. Lamenta la condena de vivir de esa forma, con miedo. Han pasado horas desde que comenzó la danza de los demonios. Pone sus pies descalzos en el suelo frío y polvoso, con esfuerzo se atreve a llegar hasta el interruptor. Se hace la luz. Quiere ver el reloj, pero no quiere sentir dolor en el pecho por el tiempo perdido.
Asombro. El joven se da cuenta que sólo pasaron dos horas y media desde que comenzó a ver la ventana, esperando que las sombras se fueran, o entraran de lleno a su aposento. En el lapso de locura, el chico creyó que pasaron al menos seis horas. Un golpe de alivio lo reanima. Perdiendo toda pena, pasa de la preocupación a la rebeldía.
Se viste rápidamente, se coloca cualquier par de zapatos, toma dinero y su chaqueta.
Eran las 9:00 de la noche de un sábado de septiembre, y la ciudad lo esperaba para otra ronda de pecados, para elevar su alma hasta un cielo sin Dios. Sabía que el momento era como un elevador: tenía un final e irremediablemente tendría que bajar hasta el mismo infierno.
Pero ya estaba tomada la decisión. Sus pies estaban presurosos de pecar, sale de la casa y ve al mundo en calma. No había conspiración, no había nadie. El joven exhala con dificultad, "todo fue mentira, no había nadie, nunca lo hubo", se dijo en voz baja mientras caminaba hasta la esquina para abordar un taxi.
La ventana del auto no le genera ningún sentimiento. La mirada del conductor tampoco. Es un jovencito libre en busca de placeres, valía la pena morir de a poco por un momento, sólo un pequeño lapso de triunfo, de euforia, de diversión, de socializar. El taxi se aleja con el cuerpo encendido del joven, con el auto se van la fe, la paz y un futuro mejor. La noche adornaba el cielo estrellado, y también su corazón.
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