"¿A dónde se habrá metido este viejo malnacido?" murmuraba mientras sus labios secos asimilaban el calor del líquido. La viejita era de mediana estatura, delgada, morena, con cabello gris y blanco, sus ojos se abrían paso en medio de las arrugas del tiempo; mientras daba pequeños sorbos a la taza humeante, su mirada penetrante, acompañada de un ceño muy fruncido, se posaba en el patio de polvo que servía como entrada de su antigua, rota y amarillenta casita de paja y bahareque.
Para Carmen la compañía de Roberto, su esposo, era puramente necesaria para interactuar y no caer en la más profunda desconexión existencial, nada más por eso. Luego de 13 hijos, cuatro de ellos murieron antes de cumplir el primer año de vida, puteadas, desvelos, casi violaciones y peleas, ese viejo campesino era más un peso que una ayuda. Hace años dejó de quererlo y solo estaba a su lado por la tradición y el peso de aquella promesa de amor eterno que le obligaron a jurar en la empobrecida iglesia de un pueblo olvidado en el norte de El Salvador.
"Seguramente se emborrachó otra vez ese viejo maldito", Carmen cedió a la búsqueda desde la humeante cocina y caminó hasta la pequeña mesa en el centro del cuartito que servía como sala, se sentó y acomodó con sus manos el viejo mantel que lucía manchas de años; ahí terminó su bebida y permaneció sentada buena parte de la mañana, otra vez ensimismada en lo que ella llamaba "un mal de la cabeza", así identificaba a esa repentina pérdida de memoria, estupor, agitación y desesperación que la atacaba cada cierto tiempo, principalmente desde media mañana y duraba hasta ya entrada la tarde; tal era la crisis mental, tan desesperante, que a veces no comía.
Carmen pensaba en sus hijos, con esfuerzo recordaba la última vez que la visitaron, en ocasiones sentía que había pasado mucho tiempo; en otras, por extraño que parezca, amanecía con la sensación de que tenía menos de un día de haberlos visto, a veces sentía el olor del cuerpo de sus engendros en su viejo camisón. Con Roberto todo era diferente, ella sentía que no lo veía desde hace semanas porque él prefería gastarse el dinero en las cantinas del pueblo antes de compartir un poco con su mujer. "Con que traiga un poco de maíz para terminar de llenar el guacal será suficiente, que más puedo esperar de ese malnacido", la viejita refunfuñaba, con su mirada cansada revisaba el cumbo lleno de maíz y le extrañaba verlo relativamente lleno, con suficiente grano para preparar, pero nunca veía o recordaba que el esposo, o uno de sus hijos, llenara el recipiente. "Qué extraño", dijo la mujer mientras su mirada se perdía en el cuarto en medio de la pobreza.
Pasaron las horas y ella no podía moverse de tan ensimismada que estaba. En ese "mal de la cabeza" pensaba en su casita, en lo que pudo ser, en lo que nunca tendrá y esa sensación extraña de soledad en medio de la nada. La tristeza la invadía cada noche, ahí se rompía la mujer y con sus lágrimas mojaba el viejo colchón que le servía para dormir desde hace años; de hecho, no recordaba haber tenido otra cama, era la misma con los resortes de fuera a donde perdió la virginidad, parió varios de sus hijos y compartió noches espantosas. Carmen se quedó dormida y soñó momentos en familia, la preparación del maíz y del alimento de los animales, los interminables viajes al río para abastecerse de agua y de su particular tarde gris, la que nunca olvida y que aparece, cada cierto tiempo, en sus sueños. Ella tiene la certeza que el cielo se puso gris y comenzaron a escucharse alaridos de desesperación y llanto; posteriormente, se escuchó un retumbo devastador, tan horrible que sintió que la fuerza la levantó de la tierra. Carmen sufría de pesadillas constantes, pero esta era la peor.
La mañana siguiente la despertó el olor a leña y café caliente. Se levantó rápido para tratar de toparse con su marido, pero no había nadie, solo rastros de que estuvo ahí para preparar el café y llenar el cumbo de maíz. "Al menos no se olvida de que me gusta el café hirviendo", dijo Carmen al aire mientras fijaba su mirada en el patio árido y solitario, hasta los animales habían desaparecido. "Todo se ha llevado ese cabrón", murmuró mientras sus labios, como siempre, trataban de reconocer el calor del líquido negro y reparador.
Llegó a la mesa y no había terminado de acomodarse cuando comenzó a llorar, desesperada por esa soledad tan infame a la que estaba condenada por razones que no conocía, no comprendía y que, a veces, ya no podía diferenciar entre la imaginación y la realidad. "¿Se fueron todos? ¿Por qué? ¿Qué hice para merecer este olvido?", los gritos y el llanto rompieron el silencio y sus lágrimas se esparcieron en una parte del mantel viejo, el líquido de sus ojos se mezcló con las manchas añejas de café, aceite y los restos de una candela que parecía estar ahí desde hace una eternidad. Carmen, cansada de tanta melancolía, apoyó su cabeza sobre sus brazos arrugados, con los minutos se despreocupó de todo hasta de comer, ni siquiera recordaba la última vez que comió. La viejita cayó en un sueño profundo en medio del silencio de la casita con olor a humo de leña y café hervido.
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A tres kilómetros de distancia, Gloria por fin pudo hacer una pausa en el camino, sus regordetes hombros rosados se libraron de la mochila pesada llena de ropa y artículos para acampar. "Por fin un descanso" dijo con cierta paz. "Nos quedaremos unos 15 minutos y seguimos el camino hasta el río; según este mapa del recorrido debemos desviarnos un poco, rodear este pequeño territorio, no entiendo por qué no podemos cruzar en línea recta", la mujer toda su vida soñó con ser guía en paseos, le motivaba la idea de dirigir a grupos en medio de senderos, quebradas y cerros; Gloria, que rondaba los 32 años, se tomó muy en serio esta primera aventura en el norte de El Salvador a tal punto que el resto de viajantes sentían el liderazgo de la mujer blanca, gordita y valiente. "Vamos a cruzar estos tres kilómetros en línea recta", dijo con vehemencia.
A unos metros de Gloria estaba el verdadero guía del recorrido, su nombre era Ramón y era un hombre chaparro, moreno con bigote abundante, fumador empedernido pero fuerte como un perro de caza. Cuando el guía escuchó la arenga de Gloria tuvo que interrumpirla con cierto asombro: "nadie ha entrado por ese camino, hay quienes creen que es mejor respetar la memoria", dijo mientras se limpiaba el sudor de la frente.
Gloria, quien no cambiaba tan fácil de opinión, lo miró fijo y luego volvió su rostro al sendero. "Voy a ir en línea recta, cruzaré este territorio", mencionó sin aspavientos.
"Lo hará sola señora, ahí solo encontrará un pueblo abandonado", sentenció Ramón.
"¿No tiene valor, Ramón?", preguntó la mujer.
El viejo guía encendió un cigarro. "No lo haría señora, ahí no queda más que dolor", volvió la mirada al camino de la zona olvidada, se persignó con respeto y comenzó a rodear el camino.
“No es bueno revolver memorias, señora”.