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martes, 31 de diciembre de 2024

A imagen y semejanza


En una hora te imaginé, te construí con la ternura que un vientre imprime a una nueva vida. 
Te quise como la última historia del milenio, con la ilusión que emana de un gran amor.
Me imaginé la vida, o lo que resta de mi existencia, entre tus brazos, entre lluvias y frío.

En dos horas te convertiste en una arma. Eres a imagen y semejanza de mi sentir.
Y así te amé, como una fiera a su cría, con un ojo en ti y el otro en el porvenir.
Te construí una choza en las arterias de mi corazón, en un lugar sangriento, pero cálido.

En tres horas eras aniquilación. Te alimenté del fruto maldito.
Eras mi luz, mi pasión, mi eterna devoción.
Te abracé con fuego para hacerte mía, para que algo de mí creciera en ti.

En cuatro horas alcanzaste mi altura. Tu belleza era mía y tus ojos eran espejos.
Nos abrazamos en el firmamento, nos juramos amor.
Y te hice mía en el atardecer, con el calor y las caricias del viento.

A la quinta hora te mostraste tal cual: un laberinto de deseos y oscuridad.
Y los cimientos de un gran amor se resquebrajaron.
Nos vimos a los ojos. Eres a imagen y semejanza de mi sentir.

En la sexta hora atravesé tu corazón hasta dejarlo seco.
Tomé de tu vientre a nuestra creación.
Amarré tus restos a mi cintura y volamos por última vez.

En la séptima hora, a mitad del vuelo, nuestra creación abrió los ojos.
Su fuerza fue tal que caímos en picada.
Y antes de estrellarnos, el engendro abrió sus fauces y nos comió.

El León con cuerpo de mujer quedó suspendido en el cielo.
Era una luz fuerte, era un rey. De sus fauces brotaba sangre; de su alma, un fuego abrasador.
Y mientras nos diluíamos en su interior, nos habló.

"Soy a imagen y semejanza de su sentir".

 

viernes, 7 de julio de 2023

Un mal de la cabeza


Carmen se sirvió el café del viejo y ahumado bote de aluminio, que parecía indestructible sobre la leña y las cenizas. El café estaba hirviendo como la mente de la mujer ante una mañana más de soledad.

"¿A dónde se habrá metido este viejo malnacido?" murmuraba mientras sus labios secos asimilaban el calor del líquido. La viejita era de mediana estatura, delgada, morena, con cabello gris y blanco, sus ojos se abrían paso en medio de las arrugas del tiempo; mientras daba pequeños sorbos a la taza humeante, su mirada penetrante, acompañada de un ceño muy fruncido, se posaba en el patio de polvo que servía como entrada de su antigua, rota y amarillenta casita de paja y bahareque.

Para Carmen la compañía de Roberto, su esposo, era puramente necesaria para interactuar y no caer en la más profunda desconexión existencial, nada más por eso. Luego de 13 hijos, cuatro de ellos murieron antes de cumplir el primer año de vida, puteadas, desvelos, casi violaciones y peleas, ese viejo campesino era más un peso que una ayuda. Hace años dejó de quererlo y solo estaba a su lado por la tradición y el peso de aquella promesa de amor eterno que le obligaron a jurar en la empobrecida iglesia de un pueblo olvidado en el norte de El Salvador.

"Seguramente se emborrachó otra vez ese viejo maldito", Carmen cedió a la búsqueda desde la humeante cocina y caminó hasta la pequeña mesa en el centro del cuartito que servía como sala, se sentó y acomodó con sus manos el viejo mantel que lucía manchas de años; ahí terminó su bebida y permaneció sentada buena parte de la mañana, otra vez ensimismada en lo que ella llamaba "un mal de la cabeza", así identificaba a esa repentina pérdida de memoria, estupor, agitación y desesperación que la atacaba cada cierto tiempo, principalmente desde media mañana y duraba hasta ya entrada la tarde; tal era la crisis mental, tan desesperante, que a veces no comía.

Carmen pensaba en sus hijos, con esfuerzo recordaba la última vez que la visitaron, en ocasiones sentía que había pasado mucho tiempo; en otras, por extraño que parezca, amanecía con la sensación de que tenía menos de un día de haberlos visto, a veces sentía el olor del cuerpo de sus engendros en su viejo camisón. Con Roberto todo era diferente, ella sentía que no lo veía desde hace semanas porque él prefería gastarse el dinero en las cantinas del pueblo antes de compartir un poco con su mujer. "Con que traiga un poco de maíz para terminar de llenar el guacal será suficiente, que más puedo esperar de ese malnacido", la viejita refunfuñaba, con su mirada cansada revisaba el cumbo lleno de maíz y le extrañaba verlo relativamente lleno, con suficiente grano para preparar, pero nunca veía o recordaba que el esposo, o uno de sus hijos, llenara el recipiente. "Qué extraño", dijo la mujer mientras su mirada se perdía en el cuarto en medio de la pobreza.

Pasaron las horas y ella no podía moverse de tan ensimismada que estaba. En ese "mal de la cabeza" pensaba en su casita, en lo que pudo ser, en lo que nunca tendrá y esa sensación extraña de soledad en medio de la nada. La tristeza la invadía cada noche, ahí se rompía la mujer y con sus lágrimas mojaba el viejo colchón que le servía para dormir desde hace años; de hecho, no recordaba haber tenido otra cama, era la misma con los resortes de fuera a donde perdió la virginidad, parió varios de sus hijos y compartió noches espantosas. Carmen se quedó dormida y soñó momentos en familia, la preparación del maíz y del alimento de los animales, los interminables viajes al río para abastecerse de agua y de su particular tarde gris, la que nunca olvida y que aparece, cada cierto tiempo, en sus sueños. Ella tiene la certeza que el cielo se puso gris y comenzaron a escucharse alaridos de desesperación y llanto; posteriormente, se escuchó un retumbo devastador, tan horrible que sintió que la fuerza la levantó de la tierra. Carmen sufría de pesadillas constantes, pero esta era la peor.

La mañana siguiente la despertó el olor a leña y café caliente. Se levantó rápido para tratar de toparse con su marido, pero no había nadie, solo rastros de que estuvo ahí para preparar el café y llenar el cumbo de maíz. "Al menos no se olvida de que me gusta el café hirviendo", dijo Carmen al aire mientras fijaba su mirada en el patio árido y solitario, hasta los animales habían desaparecido. "Todo se ha llevado ese cabrón", murmuró mientras sus labios, como siempre, trataban de reconocer el calor del líquido negro y reparador.

Llegó a la mesa y no había terminado de acomodarse cuando comenzó a llorar, desesperada por esa soledad tan infame a la que estaba condenada por razones que no conocía, no comprendía y que, a veces, ya no podía diferenciar entre la imaginación y la realidad. "¿Se fueron todos? ¿Por qué? ¿Qué hice para merecer este olvido?", los gritos y el llanto rompieron el silencio y sus lágrimas se esparcieron en una parte del mantel viejo, el líquido de sus ojos se mezcló con las manchas añejas de café, aceite y los restos de una candela que parecía estar ahí desde hace una eternidad. Carmen, cansada de tanta melancolía, apoyó su cabeza sobre sus brazos arrugados, con los minutos se despreocupó de todo hasta de comer, ni siquiera recordaba la última vez que comió. La viejita cayó en un sueño profundo en medio del silencio de la casita con olor a humo de leña y café hervido.

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A tres kilómetros de distancia, Gloria por fin pudo hacer una pausa en el camino, sus regordetes hombros rosados se libraron de la mochila pesada llena de ropa y artículos para acampar. "Por fin un descanso" dijo con cierta paz. "Nos quedaremos unos 15 minutos y seguimos el camino hasta el río; según este mapa del recorrido debemos desviarnos un poco, rodear este pequeño territorio, no entiendo por qué no podemos cruzar en línea recta", la mujer toda su vida soñó con ser guía en paseos, le motivaba la idea de dirigir a grupos en medio de senderos, quebradas y cerros; Gloria, que rondaba los 32 años, se tomó muy en serio esta primera aventura en el norte de El Salvador a tal punto que el resto de viajantes sentían el liderazgo de la mujer blanca, gordita y valiente. "Vamos a cruzar estos tres kilómetros en línea recta", dijo con vehemencia.

A unos metros de Gloria estaba el verdadero guía del recorrido, su nombre era Ramón y era un hombre chaparro, moreno con bigote abundante, fumador empedernido pero fuerte como un perro de caza. Cuando el guía escuchó la arenga de Gloria tuvo que interrumpirla con cierto asombro: "nadie ha entrado por ese camino, hay quienes creen que es mejor respetar la memoria", dijo mientras se limpiaba el sudor de la frente.

Gloria, quien no cambiaba tan fácil de opinión, lo miró fijo y luego volvió su rostro al sendero. "Voy a ir en línea recta, cruzaré este territorio", mencionó sin aspavientos.

"Lo hará sola señora, ahí solo encontrará un pueblo abandonado", sentenció Ramón.

"¿No tiene valor, Ramón?", preguntó la mujer.

El viejo guía encendió un cigarro. "No lo haría señora, ahí no queda más que dolor", volvió la mirada al camino de la zona olvidada, se persignó con respeto y comenzó a rodear el camino.

“No es bueno revolver memorias, señora”.


martes, 4 de enero de 2022

¡Otra vez lo mismo!

"Y las obras han sido buenísimas... nadie ha hecho más por el pueblo. Es un genio de la política".
"¿En serio crees eso? Pienso que es un imbécil".
"¡Callate niña!"

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"No es seguro andar por las calles".
"Por algo lo mataron así, algo hizo".

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"¿Y vos de cuál equipo sos?"
"Yo soy del Barca hasta la muerte, papá".

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"Está bien cara la vida, ya no alcanza para nada".
"En el mercado todo aumentó de precio".

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"¡Comencemos el año con un par de birrias!"
"Démosle..."

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"¡Qué calor hace!"
"Y decían que estaría fresco".

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La temática está congelada en el tiempo y en los diálogos solo mutan las voces.
Ya viví este momento. Estaba sentado frente a una taza con café caliente y guardé silencio. Poco a poco los murmullos contaron la misma tragedia, describieron el mismo asombro, explicaron la misma enfermedad, mostraron el mismo fanatismo; pero los sonidos de las cuerdas vocales, con todo tipo de tonos, descargaron emociones y generaron interés como si se tratara de la primera vez.

En algún momento dudé de esta situación; incluso, para calmar esa sensación de confusión, pensé que era un "déjà vu" crónico, que solamente debía descansar la mente, calmar el estrés y comprender las particulares relaciones de la sociedad en la que me ha tocado vivir. Puse punto y final a la situación.


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"Ay no, niña, qué gran calor".
"Y yo con sombrilla y suéter, dijeron que llovería".

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"Toda mi familia ahora creemos en estos políticos, ya basta de tanto robo".
"Yo de eso no hablo mejor"
"¡Todos son iguales!"

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"¿Sos del Real o del Barca?"
"Del Real, toda la vida."

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"¿Viste cómo chocaron esos microbuses?"
"¡Qué barbaridad!"
"A veces cuando van rápido llego temprano al trabajo".

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Con el tiempo descarté el "déjà vu" crónico y busqué otras razones para explicar esta extraña situación. Llegué a creer que todo dependía del lugar y el momento, simples cuestiones del azar; por lo tanto, al ampliar mi grupo social, conocer a otras personas, seguro que encontraría otro tipo de temáticas para platicar.


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"El problema ahora es por quién votamos. Ya no sé, porque siento que con uno o con otro puedo perder mi empleo".
"Yo siempre he sido de la derecha".
"¿Qué decís?".
"¡Ay no, ya me imagino!".

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"Pidamos otro seis, igual ya estamos aquí".
"¡Contate aquella historia!"
"¡Qué talega!"

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"Y si caminás por aquí es peligroso".
"Es que esa gente que mataron, eran malos".
"Pero siempre ha sido peligroso este país".

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"¡Se inundó la casa de la niña Chita!"
"Viste, todo eso es culpa del gobierno anterior".
"¡Ay no, qué calor!"

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La ampliación de círculos sociales solamente dejó al descubierto, en cierta medida, la carencia o abundancia de lenguaje y algunos estilos para expresarse, pero no hay cambios en la capacidad de análisis o en la falta de tolerancia. Comencé a creer que era más antisocial de lo que creía, y eso podría generarme alguna desventaja. Entonces pensé en una nueva estrategia: ser balanceado, mostrar tolerancia a las distintas opiniones de los mismos temas y, con el tiempo, no sentiría esa sensación de escuchar lo mismo.

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"Papá Madrid ha ganado más Champions League".
"Pero Messi es mejor".
"Solo ha ganado una Champions en diez años".

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"Hoy es jueves de amigos".
"¡Vamos!"
"En ese lugar los baldes son bien caros. Mejor cholas".
 
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"Otra masacre".
"Te dije que votáramos por los más democráticos".
"Ay no, siempre es inseguro, no importa quién gane las elecciones".

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"A la mierda todo, mejor bebamos".

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"¡Qué gran trabazón!"
"Es que mejor utilizá la autopista a esa hora".
"¡Qué cansado manejar!"

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"¿Qué calor está haciendo, verdad?"

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Se redujo mi capacidad de socializar. Por supuesto que las mismas temáticas me permitieron romper muchos silencios incómodos, pero me mal acostumbré a esta situación. Me encasillé, ofrecí demasiado interés a esos temas y en más de alguna ocasión destruí buenos momentos con personas queridas. Qué error.
Pero nunca es tarde. Me puse positivo y simplemente dije: "dejá de darle atención a esa situación. Punto".

El inconveniente tomó otro rumbo.

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"¿Y usted cree que hace bien el gobierno?"
"¿Es cierto que hay menos seguridad que antes?"

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"¿Y vos a cuál le vas, al Real Madrid o al Barcelona?"

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"¿Y usted con chaqueta en pleno sol?"

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"¿Y para cuándo la boda?"

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"¿Es cierto que en esa colonia a uno lo pueden matar?"

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"¿Verdad que los gobiernos no hicieron nada?"


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Con el pasar de los meses cambiaron mis respuestas: de comunes y sencillas a grandes análisis que terminaban cansando al preguntón. Me molestó la situación, primero lo tomé a broma pero después me preocupó seriamente.

 "¡Es lo mismo siempre!" le expliqué a muchas personas y solo una de ellas respondió diferente: "¡Quién te manda a ser tan raro, es tu culpa no comprender a la gente y sus opiniones!"

El debate con esta persona fue digno y gratificante. Por fin una plática sobre los mismos temas pero con capacidad de análisis, con conceptos claros y polémicos, opciones a tomar en cuenta, contraste de ideas, análisis de la historia y los contextos, alegatos sin delimitar tiempos, en fin... un orgasmo intectual.

Terminé aceptanto una realidad del tamaño del mundo: si la mayoría de los diálogos van a girar en las mismas temáticas, entonces soy un antisocial de primera. Pero no me preocupé porque existen soluciones sencillas y prácticas para este padecimiento, por ejemplo: audífonos.

En tiempos de tecnología, datos y navegación en la web, los audífonos te pueden salvar de momentos incómodos. Después de varias pruebas quedé satisfecho con esta solución.

Por fin pude ir a mi restaurante favorito, perderme en cientos de canciones y solo observar los ademanes de quienes me rodeaban. Juro que al separar entre mujeres y hombres, ver sus ojos, sus rostros y calcular su edad, podría adivinar lo que platican. Ellos de política, aquellos del temor a la inseguridad, no falta quien vista una camisa de "los equipos de futbol establecidos" y por el atuendo ya sabría el debate. Y la señora sentada al fondo, con rostro cansado y que utiliza un menú como abanico ¿adivinen de qué se está quejando? ¡Exacto!

A los audífonos sumé el bloqueo en redes sociales de los portavoces de los mismos temas, dichos y bromas de siempre. Sentí paz.

Pasó cierto tiempo de tranquilidad.

Un día cualquiera abordé uno de los tantos buses que recorren la ciudad, miré a mi alrededor, analicé cada rostro y escogí el asiento junto a la ventana. El motorista sintonizaba en la radio un programa de debate, por lo tanto saqué de mi bolsillo a mis aliados y me sumergí en mi música favorita. 

Pasaron los minutos y se subió al bus un señor de unos 55 años, tenía cabello con muchas canas, cuerpo redondo, un rosto amable y con ganas de hablar, como pudo se acomodó a la par mía y parecía que iba atento a lo que alguien hablaba; unos momentos después, logré ver de reojo que me miraba y gesticulaba. Pensé que me equivocaba y me concentré en la ventana, pero a los pocos segundos sentí que tocó mi hombro y cuando volví a ver gesticulaba con rostro de asombro. Me quité los audífonos.

"Dicen que el Real Madrid y el Barcelona van pelearse el fichaje del último gran crack, se pondrá buena La Liga... ¿Cuál es tu equipo? no me digás que eres del Real"... su cara era de interés total como si el tema fuera inédito, nunca antes contado.

Solo pude mostrar una pequeña sonrisa con mirada de asombro. Ambas fingidas.

"Otra vez lo mismo..." pensé.