Un buen día se acabó la tormenta, se secaron las lágrimas de la locura y el viento regó en los alrededores los restos de la perdición. Terminaron las horas febriles, esas que marcan historia en aquellas almas que se manchan entre la porquería mundana y la insípida dimensión celestial; ahora, el tiempo regala una tregua, un respiro en este baile carnal impuesto al que nadie está invitado, solo te empujan a danzar.
Después del temblor y los sollozos, cuando la polvareda pasa, la luz muestra con nitidez la devastación, los estragos de una temporada destructiva, las heridas abiertas de una bestial batalla. Aquellos alaridos que pedían socorro, ahora son voces sosegadas que cuentan los cadáveres de la mente, las neuronas derretidas después de una erupción de suciedad.
El poco público aledaño espera, con cierto morbo, las buenas nuevas sobre el cese de hostilidades en aquella tierra deprimida que una vez fue floreciente, imponente y exitosa. Solo unos pocos mensajes detallados con lo justo y necesario han visto la luz, para que algunos interesados salgan de dudas y continúen con sus vidas.
Pero solo esta nación conoce sus muertos y su camino, vive estos días con la certeza de que no hay un destino claro y no hay hilos para confeccionar uno aceptable. Los sobrevivientes de esta dimensión mantienen su hambre natural, que no se sacia con las escrituras y las esperanzas del libro mundano, tampoco con el tratamiento de los mercaderes del psiquismo, esas escorias que se aprovechan de la debilidad humana. Es posible la inanición interna antes que vivir a expensas de sus particulares verdades, que por estos terrenos saben a mentiras.
En estos momentos, con la mente clara, no hay espacio para mentiras y falsos escenarios; ha llegado un momento decisivo: aceptar nuestra verdad y enfrentar las consecuencias de la misma. No hay nada que celebrar en la destrucción y nada de que emocionarse en el mundo. Algunos desenlaces, como la interrupción de los combates, solo conceden atención a otras penumbras. Y aquí hay penumbra perenne.
Seremos fríos y caminaremos en silencio. Nadie debe conocer las verdaderas intenciones, no hay distinción de públicos: todos son potenciales entrometidos ávidos de información para suplir su necesidad de murmurar. Aún quienes tengan una intención respetable, conocerán muy poco de lo que sucede dentro de estas fronteras. Todos tendrán un tratamiento especial, al margen de la difícil reconstrucción imperial.
De este lado el sufrimiento no se detiene y cuando el acuerdo se rompa, con ardor de venganza seguirá la batalla hasta la autodestrucción o el florecimiento. No hay tonalidades en esta carnicería: o se levanta la poderosa torre de la victoria o se muere en la tierra rojiza. No habrá otra tregua.
Serán tiempos inciertos en secreto, asesinatos de modelos que con el tiempo se olvidarán, nadie conocerá la suerte de los textos de los iluminados, de su versión de la palabra, de sus costumbres terrenales.
O la consecución de nuestra gloria o una quimera, cualquier destino será un misterio para el mundo.
Todo sucederá en silencio.
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