Los rostros de los amores pasados recorrieron mi mente generando explosiones de sentimientos que poco a poco se expandieron en todo mi ser. Eran aquellos con el brillo de la felicidad, la esperanza y el amor, los que se dibujaron en las pláticas, en los minutos compartidos, en las reconciliaciones, en la pasión, en las algarabías de tantas noches.
Las emociones brotaban en medio de una brisa nocturna que acariciaba hasta mi alma, alrededor de las voces y los meseros corriendo, en esos segundos, poco a poco como si se tratara de un mecanismo divino, comprendí que en aquellos tiempos no habían capacidades de mantener y multiplicar esos momentos de felicidad.
Porque todas las etapas tienen sus luchas de ideales. Cada hombre y mujer defiende sus filosofías, los deseos se anteponen, cada sentimiento se resguarda y nuestras razones las consideramos absolutas, imponentes, adecuadas.
Muchos amores nacen, crecen y mueren cada cierto tiempo, en medio de discusiones vacías, egoísmos, intereses y otras tantas estupideces.
Tuvieron que pasar muchos años para reflexionar sobre la magnitud de la equivocación, para tener la sinceridad de aceptar, sin excusas, los errores y decir con total autoridad: "¡estabas equivocado!"
Cada rostro del pasado tenía un ángel y un demonio, como todos, como cualquiera. Pero todos merecieron amor, del más puro, ese sentimiento disponible en todas las almas pero que pocas logran desarrollar.
En medio de la noche fría, al ver tantas parejas compartir, comprendí que solo el tiempo coloca cada sentimiento en su lugar, cada victoria en su justo puesto y transforma cada derrota en una experiencia o la manda al cajón del olvido.
En pleno renacimiento, con gran parte del alma en calma y con las incertidumbres propias de cada edad adecuadamente controladas, solo así logré aprender la lección de los amores pasados.
De nada sirven las luchas personales, la persecución de tantos ideales si al final no se tiene la capacidad de mantener y multiplicar los momentos de felicidad.
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