Sin notarlo nos perdemos en las redes. En un tiempo perdíamos la brújula entre los campos, los árboles y las miradas; ahora postrado puedes extraviarte.
Los sermones se multiplican en un espiral sin control. Lo que antes, por naturaleza, era el oficio de los sacerdotes, esta vez lo reproduce cualquier ser, cientos de invitaciones para escuchar viejos discursos disfrazados de innovaciones.
Navegamos en el mar del caos digital. Es un viaje para atragantarse, una odisea esquizofrénica. Pero por más absurdo o sin control que nos parezca, en esencia esta es una réplica del diseño humano del control. Ya sucedió en la historia, solo que esta vez tienes contraseñas.
El ruido de este presente interconectado ha desmontado mitos antiguos, ha desnudado lo que una vez fueron secretos. Ahora se siembran nuevos mitos, se diseñan nuevos escenarios mundiales que cambiarán, en unas décadas, la forma de vernos y relacionarnos.
Sin embargo hay algo que no puede cambiar: la necesidad de que la gente crea en algo. Todavía tenemos esa prisión. Para lograr cualquier cambio, en esencia todavía se necesitan cadenas. En las promesas nos dicen que es libertad, pero en el fondo solo son lazos para nuestros grilletes naturales. Todo está hecho a la medida.
Las millones de voces seguirán vibrando alrededor, en miles de dispositivos cada vez más efectivos. Nos llenarán de ofertas infinitas para tomar bando, para decidir el porvenir, uno que no vamos a ver y que, a fuerza, debemos construir.
El ruido aumentará.
La histeria también.
Espero que asimismo la apatía ante lo que nos obligan a tragarnos a diario.
Un día vamos a tocar fondo. Ojalá sea pronto.