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sábado, 9 de julio de 2022

Hasta el punto de extraviarnos





La llovizna fue el mejor despertador, los pájaros tomaron mi ventana para cubrirse; ambos regalos naturales, con sus sonidos ordenaron una melodía perfecta y endulzaron mi alma. Abandonar la cama siempre ha sido una batalla, mucho más en una madrugada inspiradora; con los años, las responsabilidades se vuelven cadenas. 

Está la opción de reinvertarse cada mañana y llenarse la cabeza de pensamientos positivos, pero ese menú es tan viejo como el tiempo. Puedes luchar y comer ángeles o atragantarte de mujeres u hombres, pero sospecho que cualquier opción, sin duda, indigesta el alma. También está la rendición, la decisión de empeñarle tu vida al cura del pueblo o a la pareja que este mundo parió para que te acompañe. Puedes morirte de a poco o simplemente ver el mundo pasar sin sobresaltos, quizás ambos escenarios son parte de la vida y no nos enteramos. No lo sabremos hasta que una crisis llame a todas las puertas.

Pienso que ya tengo una parte de lo que pedí, que en los días de afán he logrado dar pasos para cambiar de aires; pero al final, en la noche, todo se guarda al fondo del armario sentimental. Todo es relativo.

Por eso cuando camino en medio de la calle y veo el cielo, ese enorme desorden sombrío y sin sol, solo espero que todo pase lentamente para apreciar esa belleza. Tal es mi devoción a este escenario, tal mi dependencia, que sueño como un día nublado me secuestra en el camino.

"¿Estás ahí? ¿Estás ahí?" 

La voz: "Sí..."

"Entonces, ¿crees que ha llegado el momento?"

"Depende de como lo veas".

Puedo hacer caso omiso y seguir la rutina... pero dudo de esa seguridad de papel; creo, con toda mi fuerza, que ha llegado el momento de pedir un bus sin gente y un destino muy lejano. Quiero unos audífonos y las viejas gafas. Quiero toda mi música y que el dueño de la voz conduzca sin rumbo, lejos, muy lejos. Que conduzca hasta el otro lado del tiempo, a donde la oscuridad nos separe y nos extravíe a tal punto que nunca volvamos a vernos. 

Y si tenemos la oportunidad de encontrarnos, nos hagamos los locos como aquellos que se cruzan la calle para no verse y saludarse. 

"Déjame en el valle del silencio, a donde no hay nada más que viento y frío... ¿Es mucho pedir?"

"No".

"Lo sabía... ahora conduce". 






sábado, 31 de octubre de 2020

Un día extrañaré la soledad

 

Mi rostro sentía la textura del colchón, áspera y difícil de soportar por algún tiempo. Las sábanas estaban desordenadas y una parte dejaba a la vista la esquina del viejo, histórico y regalado colchón; quien sabe cuántas experiencias tiene en su interior, si hablara entendería todo pero también me daría vergüenza.

Cuando me dejé caer, con todo mi peso, mi rostro aterrizó en ese espacio desnudo de la cama. Me quedé en silencio y con nada en la mente; simplemente tirado en una mañana de sábado cualquiera. El silencio, en algunos momentos es placentero, relajante y conmovedor.

Sin apartar mi mejilla de la carrasposa textura, mi mente se activó otra vez. Nunca me da tregua. Imaginé voces. Una dulce voz femenina que anunciaba el desayuno, la melodía angelical que nacía de las cuerdas vocales de una hermosa niña de dos años; y a lo lejos, poco perceptible pero suficiente para parpadear, los sonidos especiales de la inocencia. Lindos murmullos de un bebé, de esos que te rompen el corazón para sentirte vivo, de la mejor manera, de esos toques especiales para el alma. La pureza y belleza más extraordinaria.  

Me quedé inmovil para continuar con mi historia mental. En mi imaginación me levanté sin camisa y con el mismo short al que llamo pijama. Me enjuagué la boca y me acerqué a la cocina. Ahí estaba una mujer de cuerpo delicado, de estatura pequeña su cabello liso y sus manos especiales, su silueta me encantaba; ella necesitó poner sus pies de puntillas para alcanzar mis labios. Aunque era algo cotidiano de un fin de semana, lo soñé especial. 

El momento lo rompió el intempestivo arribo de la pequeña niña, quien abrazó mi pierna derecha con sus pequeños brazos. Cuando bajé la mirada simplemente me quedé enamorado de sus ojitos negros, sus cachetes gorditos, su cabello negro y de su dulce voz repitiendo: "papi... papi".

Cuando el pequeño bebé fue acomodado en su sillita quedé pasmado, era una réplica mía: sus manos, ojos y labios eran la versión celestial de mis ojos desvelados, mis manos arrugadas y mis labios rosados poco perceptibles por un bigote y una barba que ya lucía canas; esa misma fortaleza espesa de pelos hacía reir a mis hijos cada vez que los besaba intensamente en el cuello, hasta orinarse en algunas ocasiones.

Fue un momento especial. Un fin de semana de esos mágicos.

No me resultaba difícil soñar esa vida, incluso con sus altibajos naturales: sollozos por nada y por todo de parte de los pequeños, esas molestias de pareja que terminan en días sin hablarse, tratar de adaptar trabajos y momentos familiares, los paseos arruinados por detalles insignificantes. No era difícil soñarlo y aceptarlo.

Pero cada sueño tiene su contraparte. No todo sueño es pesadilla pero tampoco felicidad total. Siempre hay momentos raros, incómodos.

En la historia nunca volví a sentir el placer de la quietud. El silencio entre una pareja, provocado por detalles estúpidos o duras realidades, no es agradable. Para nada. Las complejidades de educar y ver crecer a los vástagos, que de a poco generan su propia personalidad que quizás no esté acorde a lo que esperabas, también es un paquete un poco amargo que incluye esa unidad llamada familia.

Día a día era más o menos la misma línea: tratar de seguir amando y de contenerse uno a otro, de cumplir con tu rol masculino y de padre, educar lo mejor posible. También pasar por alto y respetar las incongruencias normales que representa un empleo y trabajo en equipo; cuidar de la salud o perderla para darte un placer distinto, tratar de orar más o leer algo. Comer, besar, tener sexo, ducharse; tratar de ver una película en familia, sacar a pasear al perro, domingo de reuniones con amigos, en fin... solo imaginen una familia relativamente aceptable.

En mi historia soñada solamente volví a sentir el placer del silencio en un viaje de trabajo, cuando la madrugada para mí era la tarde para mi familia. Ahí me dejé caer con todo mi peso, sin poner las manos porque ya había revisado que la cama era acogedora y yo no sufriría daño alguno. Estaba desnudo después de una ducha caliente, mi rostro entre sábanas suaves y especiales con un aroma que relajaba. Ahí estuve varios minutos, se escuchaba el aire acondicionado. Comprendí que cada cierto tiempo es necesario no escuchar voces alrededor.

Pero hasta en sueños mi mente no da tegua ¡qué incómodo! 

Comencé a pensar en la delicada, pequeña y linda mujer que acompañaba mis días, a la niña de mis ojos y al bebito, mi réplica exacta. Imaginaba besarlos en el cuello. Imaginaba oler los pies del bebé, acariciar sus manos y ver cómo sus pupilas comenzaban a impactarse con los colores y objetos que lo rodeaban. Era una añoranza mezclada con el silencio que tanto me gusta. Me quedé dormido en mi propio sueño.

Cuando abrí los ojos, en la vida real, mi mejilla seguía reposando en la áspera textura del colchón viejo; el silencio era total. Solo mi short llamado pijama me cubría el cuerpo. Los minutos pasaban y esta vez la mente me dio más tiempo de paz.

"No tengo familia, pero tengo silencio", pensé. "Quisiera abrazar bebés, pero no me alcanza la motivación". "Quisiera a la mujer ideal, pero eso no existe." Deseo muchas cosas, como cualquiera y como todos; pero hoy, en este minuto, en el cuarto con las cortinas cerradas tengo un colchón viejo y un silencio que me enfrenta, que me interroga, que me desnuda.

El carrasposo colchón ya no molestaba, ya no importaba, el silencio se mantuvo implacable... entonces, sin quererlo, me quedé dormido.