jueves, 4 de febrero de 2021

La prueba de sangre

Sólo una vez la tristeza y la impotencia se apoderaron de mi pueril corazón: esa noche, un niño le aplastó la cara a un gato, usó una piedra de gran tamaño y tomó desprevenido al felino quien tomaba una siesta. Otros jóvenes trataron de salvar al animal, pero el gato temblaba y los espasmos solo anunciaban sus últimos segundos de vida.

La escena era lamentable. Mis ojos no podían apartarse del animal, pero unos segundos mi mirada se posó en los ojos del atacante: era un niño de campo, pobre, quizás cinco años menor que yo. Y por primera vez sentí odio e ira incontenible. El chico sintió mi mirada, sabía que si tenía la oportunidad lo habría matado. Sintió miedo y apartó su mirada de mis pupilas. Esa noche solo mi madre me vio sollozar, mi corazón estaba destruido. Algo cambió en mi ser. Hice un pacto.

Con el paso del tiempo sentía como otro ser crecía en mí; no solo lo sentía en mi interior, incluso físicamente tenía la sensación que mi antiguo yo se desvanecía entre las sombras de mi corazón. Sin sentimientos. Nunca, nunca más experimenté sentimientos de debilidad, misericordia, amor, bondad... todo eso se perdió en el abismo de mi mente.

Cada año era una metamorfosis. Hablaba lo necesario, hacía lo necesario y por supuesto que nadie sabía que era otra persona. El pacto que hice en la niñez se materializó. Me convertí en otro. 

Un día, a mis 21 años, caminaba en una calle cualquiera cuando tropecé con una rama y caí sobre el asfalto. Sentí la herida en mi rodilla derecha. Cuando revisé el daño, mi sangre era más oscura de lo que pensaba. No le di importancia absoluta, me levanté y seguí mi camino con una sensación de un ser sin sentimiento alguno. Plano emocionalmente. Y me gustaba.

Cuando cumplí 30 años y después de varios amoríos sin importancia, mi mente comenzó a darme órdenes. El mecanismo era autónomo, sin mi control. Me asombró por unos momentos, pero los años sin emociones provocó que solo la ignorara. Fue hasta que la orden tomó forma: "Hazte la prueba de sangre y sigue tu instinto". Esa sentencia se repetía una y otra vez pero nunca me afectó; al contrario, me gustó la sensación de cumplir la orden. Y no esperé.

En el laboratorio clínico sólo estaba la secretaria, un doctor y una enfermera. "Quiero hacerme una prueba de sangre, un examen completo", lo dije amablemente pero por supuesto que era una mentira. Mi interés era conocer el resultado y dejarme llevar por el instinto, así como me lo repetía mi mente cada cierto tiempo.

Todo sucedió muy rápido.

Cuando la enfermera insertó la aguja en mi vena todo parecía normal. Pero en unos segundos su mirada era de terror, miedo y asombro. Cuando volví a ver la jeringa mi sangre era de color azul brillante. ¡Era de color azul!
Algo explotó dentro de mi cabeza. El instinto se apoderó de mi mente.

Antes de que la enfermera pudiera hablar, le quité la jeringa y se la enterré en el lado derecho de su cuello, con mis manos le tapé la boca y con mi fuerza la llevé al piso. Estuve sobre ella unos minutos. Observé sus ojos aterrorizados. Poco a poco su respiración cambió y la muerte comenzó con su trabajo. Sin ningún sentimiento miraba como se apagaban sus pupilas. Cuando ella murió, algo dentro de mi ser tomó todo el control.

Tomé un estetoscopio y cuidadosamente salí de la sala. El doctor estaba revisando unos documentos, estaba de espaldas y no me vio llegar. Enredé el estetoscopio en su cuello, puse mi rodilla en su espalda y apreté con todas mis fuerzas. Caímos al piso y él trataba de zafarse pero no podía emitir ningún sonido, peleaba por su vida como una fiera; la falta de aire comenzó a desesperarlo y unos segundos después ya no sentía ni su fuerza ni su pulso. Cuando lo observé, sin ningún sentimiento de culpa, sus ojos estaban fuera de sus órbitas. 

El ruido provocó que la enfermera entrara a la habitación. Sin esperar un segundo, la tomé del cuello y con mi fuerza la llevé al piso. Otra vez observé ojos horrorizados, con miedo y desesperación para no morir. Mis manos casi penetraron la piel del cuello. Murió unos segundos después.

Como si fuera un robot que sigue órdenes, recogí la jeringa que tenía la mezcla de sangre de la enfermera y la mía; mi sangre azul brillante. Mi ser se conmovió, mi respiración volvió a su normalidad, no había presión ni miedo o arrepentimiento. 

Salí del laboratio, que no tenía cámaras de seguridad, caminé en el momento en que las sombras comenzaban a tragarse al sol. Ahora todo tenía sentido.

La brisa era agradable, incluso para un ser de otra estirpe, de otra especie. Cuando llegué a casa todo estaba olvidado. 

Mi vida continuó y los asesinatos se olvidaron, como misterios sin resolver. 

No soy de aquí ni de allá. No sé quien soy. Sólo sé que mi sangre es azul brillante y dentro de mi una fuerza tomó el control. Y no sentí nada... absolutamente nada.















  


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